Me subyuga lo siguiente: en la noche de Navidad, los ángeles que se acercan a ver el milagro de Belén; el nacimiento de Dios hecho hombre dicen: «Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres que ama el Señor».
Y si, ciertamente, en nuestra oblación a Dios reconocemos su gloria, no menos hemos de desear la paz a los hombres y mujeres que el Señor ama tan tiernamente. Y por ahí llegaremos a la conclusión de que la paz está presente en la búsqueda más característica del Adviento. Y ella –la paz— nos llega, además, en el mensaje divino transmitido por sus ángeles.
La carencia de Paz
Esa imagen nos produce serenidad, pero es momentánea, porque al pensar en paz, nos apercibimos que ésta no existe… apenas. La carencia de paz va desde los conflictos familiares hasta las guerras larvadas o declaradas que destruyen a la Tierra y a sus moradores. No hay escena más terrible que la asunción al odio y a la violencia de –por ejemplo— un matrimonio, o de un padre y su hijo. La gama de violencias es amplia y nuestra vida cotidiana está llena de ellas. En las bienaventuranzas Jesús nos pide que seamos afables, mansos y pacíficos. Pero de esos hay pocos.
Hay, además, violencias soterradas que son aún peores, por la dificultad en reconocerlas. Son todas esas medidas que evitan el crecimiento armónico de los pueblos y se basan en la opresión económica o moral. De una manera muy sutil se limita previamente el desarrollo personal o comunitario que un grupo de individuos puede alcanzar y, por tanto, su vida está encogida, disminuida por designios de otros. Esta ocultación de las posibilidades reales de las gentes puede traer –una vez descubierta la realidad— explosión de enorme violencia.
La Paz de Jesús
El mensaje de Jesús –que conocemos por los textos evangélicos— es igual desde hace dos mil años. En el Siglo II ya estaba confeccionado lo principal de la colección de esos textos sagrados y de hecho ya había cánones. Jesús habla de paz, de amor a los enemigos, establece el amor a Dios y al prójimo como dos aspectos de una misma Ley Fundamental. Y, sin embargo, los cristianos hemos perseguido a los judíos, nos hemos perseguido entre nosotros mismos: cada cisma o desacuerdo ha traído unas cruentas guerras de religión. Es verdad que otros nos han perseguido a nosotros muy duramente y que el martirologio –incluso el contemporáneo— es abundante. Pero ocurre que nosotros preconizamos la paz y los otros, no. Nuestro pecado es mayor.
El Adviento es tiempo de conversión. Y éste volver los ojos a Dios tiene muchas formas. Tal vez, las más hermosas sean las derivadas del amor, de la paz, de la concordia y de la coexistencia pacífica. Y ello, no sólo respecto a los «grandes principios», sino también a los hechos cotidianos, a la relación con nuestros familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo. Hay mucha violencia en ese tipo de relación más próxima, la cual podemos erradicar con un personal golpe de voluntad. Está en nuestras manos.
Tiempo de conversión
Dios se hizo hombre para traer amor y paz. La Redención quedó incompleta por la actitud de los coetáneos de Jesús allá en la Palestina del Siglo I. Se opusieron al mensaje de paz y amor que traía Cristo con violencia, engaños y abuso de poder. Y mataron al Rey de la Paz. Pero la responsabilidad nos llega a nosotros desde la misma escena terrible del Gólgota. Tenemos la obligación los cristianos de ir colaborando con la obra del Redentor. No podemos obviar nuestro trabajo por la paz. En el entorno entrañable de espera a la Navidad emerge mucha paz, en la calle y en los corazones de muchos humanos. Aprendamos de esos días y devolvamos siempre bien ante el mal que vemos o que nos ofrecen. ¡Qué la paz de Jesús esté con todos nosotros!
Artículo de Ángel Gómez Escorial
La Virgen María está en su casa, atareada con sus cosas, y tiene una fuerte experiencia de Dios, que se comunica con ella a través de su Ángel. Dios entra en su vida cotidiana para comunicarse con ella y para quedarse a formar parte de su vida para siempre. La vocación, la llamada que recibe María, se concreta en que va a ser la Madre de Jesús. Y el Espíritu Santo estará con ella, como también está con nosotros, para darle la fuerza y las capacidades necesarias para llevar adelante esa vocación, ese plan que Dios tiene para ella. Pero para que esa maternidad se haga posible, María primero tiene que responder a esa llamada como discípula, es decir, tiene que dar un SI a Dios, en primer lugar, para que pueda concretarse en su maternidad, en segundo lugar. Y esa respuesta afirmativa se resume en una palabra: “HÁGASE”.
1.- Escucha con más atención la Palabra del Señor. ¿Cómo vamos hablar de aquello que no conocemos? “El que escucha la palabra y la entiende, ése dará fruto” (Mt 13, 23)
Por una parte, la invitación a escuchar la Palabra de Dios: nueva escucha de la Palabra, dice el Papa, lo que quiere decir escucha renovada y actualizada. En este sentido os recuerdo que el lema del Plan pastoral 2009-14 en nuestra diócesis es la frase del Señor: «El que escucha la palabra y la entiende, ése dará fruto» (Mt 13, 23). En efecto, el Adviento se caracteriza por ser tiempo de gracia y de esperanza que nos dispone para acoger en la Navidad la venida del Verbo de Dios que «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14); y tiempo que anuncia también el glorioso retorno —la última venida— de Cristo al final de la historia. El mejor modo de prepararnos hoy para la manifestación del Señor en la Navidad y en la expectación del futuro, es escuchando su palabra y celebrando la Eucaristía. Nos invitan a esto las dos grandes figuras del Adviento, Juan el Bautista, «la voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’ como dijo el profeta Isaías» (Jn 1, 23; cf. Is 40, 3), y María, la mujer de la escucha de la Palabra que “conservaba en su corazón” y meditaba todos los acontecimientos en los que Dios se manifestó (cf. Lc 2, 19. 51).
Corría el siglo XIII, el de las grandes catedrales: Reims, Burgos…; el de los grandes santos: San Francisco de Asís y San Alberto Magno; el de los grandes sabios: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura; el de los grandes pintores: Giotto… ; el de los grandes papas como Urbano II, Gregorio VIII…; y el siglo de Isabel de Hungría, hija de los reyes de Hungría, apenas nacida, su padre, la prometió en matrimonio al príncipe Luis VI, que tenía 11 años. A los cuatro años fue enviada al castillo de Wartburg, para ser educada como princesa. Allí vivieron juntos Isabel y Luís, y como niños jugando juntos, se enamoraron. El uno sin el otro no podía vivir. A los catorce años contrajeron matrimonio en el que florecieron tres hijos. Se amaban tan intensamente los esposos que ella le decía a Dios: «Dios mío, si a mi esposo lo amo tantísimo, ¿cuánto más debiera amarte a Ti?». Acusaron a la princesa ante su esposo de derrochar sus bienes, mas a Luis no le preocupaba demasiado el reparto de su riqueza entre los pobres, ya que creía que la labor caritativa de su esposa le traería una recompensa eterna.
Un día fue sorprendida por su cuñado que la vio salir a hurtadillas, le preguntó: «¿qué llevas en la falda?» y ella contestó: «Rosas», olvidando que era pleno invierno, extendió el delantal, y los panes se habían convertido en rosas.
A partir de su canonización por el Papa Gregorio IX en 1235, hallándose presente en la ceremonia el propio emperador Federico II Hohenstaufen se convirtió en un símbolo de caridad cristiana para toda Europa, extendiéndose su culto muy rápida y profundamente desde los territorios germánicos, polacos, húngaros, checos, hasta los italianos, ibéricos y franceses.
– ¿Cómo fue mi vocación?
Con el penúltimo domingo del Año litúrgico (33 del T.O.) llega la Jornada de la Iglesia diocesana. Gracias al Concilio Vaticano II ha ido creciendo en las comunidades eclesiales la conciencia de esta hermosa realidad, afortunadamente sin detrimento de lo que significa y representa la Iglesia universal. Fueron precisamente las referencias al obispo que preside y dirige la Iglesia diocesana como fundamento visible de su unidad, y a la Eucaristía como principal manifestación de aquella, los factores que facilitaron la comprensión gozosa de las Iglesias particulares dentro de la comunión de la Iglesia universal (cf. LG 23; 26 y SC 41). De este modo, en cada una de las diócesis se encuentra viva y activa verdaderamente la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica, como confesamos en el Credo, es (cf. CD 11).
Sobre el infierno dijo, el 28 de julio de 1999: «Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con Él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida». Explicó que «el infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría». Y recordó que el pensamiento del infierno «no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad».