LA INFANCIA DE JESÚS

Fragmentos de La Infancia de Jesús (IV), libro de Benedicto XVI           publicado en España por editorial Planeta.

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El buey y la mula
El pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el evangelio no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamente relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1, 3: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no me comprende».
[Según Peter Stuhlmacher, a partir de la versión griega de Habacuc 3, 2], el pesebre sería de algún modo el Arca de la Alianza, en la que Dios, misteriosamente custodiado, está entre los hombres, y ante la cual ha llegado la hora del conocimiento de Dios para el buey y el asno, para la Humanidad compuesta por judíos y gentiles. En la singular conexión entre Isaías 1, 3, Habacuc 3, 2, Éxodo 25, 18-20 y el pesebre, aparecen por tanto los dos animales como una representación de la Humanidad. La iconografía cristiana ha captado ya muy pronto este motivo. Ninguna representación del Nacimiento renunciará al buey y al asno.
Los pastores
«En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad». Los primeros testigos del gran acontecimiento son pastores que velan. Es normal que ellos, al estar más cerca del acontecimiento, fueran los primeros llamados al pesebre. Naturalmente, se puede ampliar inmediatamente la reflexión: quizá ellos vivieron más de cerca el acontecimiento, no sólo exteriormente, sino también interiormente; más que los ciudadanos, que dormían tranquilamente. Y tampoco estaban interiormente lejos del Dios que se hace niño. Esto concuerda con el hecho de que formaban parte de los pobres, de las almas sencillas, a los que Jesús bendeciría.
El evangelista dice que los ángeles hablan. Pero para los cristianos estuvo claro desde el principio que el hablar de los ángeles es un cantar, en el que se hace presente de modo palpable todo el esplendor de la gran alegría que ellos anuncian. Y así, desde aquel momento hasta ahora, el canto de alabanza de los ángeles jamás ha cesado. Continúa a través de los siglos siempre con nuevas formas y, en la celebración de la Natividad de Jesús, resuene siempre de modo nuevo. Se comprende bien que el pueblo sencillo de los creyentes haya después oído cantar también a los pastores, y que hasta el día de hoy se una a sus melodías en la Noche Santa, expresando con el canto la gran alegría que, desde entonces hasta el fin de los tiempos, se nos ha dado a todos.
«Cuando los ángeles los dejaron, los pastores se decían unos a otros: Vayamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor. Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre». Los pastores se apresuraron ciertamente por curiosidad humana, para ver aquello tan grande que se les había anunciado. Pero estaban seguramente también pletóricos de ilusión, porque ahora había nacido verdaderamente el Salvador, el Mesías, el Señor que todo el mundo estaba esperando. ¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios?
El ángel había anunciado también una señal a los pastores: encontrarían a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Pero no es una señal en el sentido de que la gloria de Dios se había hecho patente, de tal modo que se pudiera decir claramente: Éste es el verdadero Señor del mundo. Nada de eso. En este sentido, el signo es al mismo tiempo también un no signo: el verdadero signo es la pobreza de Dios. Pero para los pastores que habían visto el resplandor de Dios sobre sus campos, esta señal es suficiente: lo que el ángel ha dicho es verdad.

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