Palabras de Benedicto XVI en el XXXIII Encuentro de Rimini por la amistad entre los pueblos

Texto completo del mensaje de Benedicto XVI para la 33ª edición del Mitin de Rímini por la amistad entre los pueblos

A Mons. Francesco Lambiasi Obispo de Rímini
Deseo dirigir mi cordial saludo a Usted, a los organizadores y a todos los participantes en el Mitin por la Amistad entre los Pueblos, que llega a su trigésimo tercera edición. El tema elegido este año «La naturaleza del hombre es relación con el infinito» —resulta particularmente significativo en vista del ya inminente inicio del «Año de la fe», que he querido celebrar con ocasión del Quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Hablar del hombre y de su anhelo al infinito significa antes que nada reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una criatura de Dios. Hoy esta palabra —creatura— parece casi pasada de moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto del propio destino. La consideración del hombre como creatura resulta «incómoda» porque implica una referencia esencial a algo diferente o mejor, a Alguien más —no gestionable por el hombre— que entra a definir en modo esencial su identidad; una identidad relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de Aquel que nos ha querido y nos ha creado. Sin embargo esta dependencia, de la cual el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no solo no esconde o disminuye, sino que revela en modo luminoso la grandeza y la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con la Vida misma, con Dios.
Decir que «la naturaleza del hombre es relación con lo infinito» significa entonces decir que cada persona ha sido creada para que pueda entrar en diálogo con Dios, con lo infinito. Al inicio de la historia del mundo, Adán y Eva son fruto de un acto de amor de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y su vida y su relación con el Creador coincidían: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gen 1,27). Y el pecado original tiene su raíz última justo en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación constitutiva, en el querer colocarse en el lugar de Dios, en el creer de poder actuar sin Él. También después del pecado, sin embargo, permanece en el hombre el deseo estrujante de este diálogo, casi una firma impresa con fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. El Salmo 63 [62] nos ayuda a entrar en el corazón de este discurso: «Señor, tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente; mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (v. 2). No solo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: también cuando se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita el hombre. Inicia, en cambio, una búsqueda afanosa y estéril de «falsos infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del alma y el anhelo de la carne de la que habla el Salmista no se pueden eliminar, así el hombre, sin saberlo, va a la búsqueda del Infinito, pero en direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida en modo desordenado, en las tecnologías totalizantes, en el éxito a cualquier precio, inclusive en formas engañosas de religiosidad. También las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a Él, no en raras ocasiones peligran de ser absolutas y convertirse en ídolos que sustituyen al Creador.
«Nos has hecho para ti —escribía Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1,1). No debemos tener miedo de aquello que Dios nos pide a través de las circunstancias de la vida, aún si fuese la dedición de todo nuestro ser a una forma particular de seguir e imitar a Cristo en el sacerdocio o en la vida religiosa. El Señor, llamando a algunos a vivir totalmente de Él, llama a todos a reconocer la esencia de la propia naturaleza de seres humanos: hechos para el infinito. Y Dios quiere nuestra felicidad, nuestra plena realización humana. Pidamos, entonces, de entrar y permanecer en la mirada de la fe que ha caracterizado a los Santos, para poder descubrir las semillas de bien que el Señor esparce a lo largo del camino de nuestra vida y adherir con gozo a nuestra vocación.

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