JUEVES SANTO Y VIERNES SANTO

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por aquellos que uno ama”. Así, hasta el extremo, hasta la soledad del sepulcro, nos ha amado en aquel momento de la historia, y nos ama a todos y a cada uno en este mismo instante, el Hijo de Dios. Él se hizo hombre para compartir nuestra condición humana y dejar sembrada en nuestra humanidad su vida divina. Bajando con nosotros hasta el abismo de la muerte, nos ha abierto el cielo, nos ha dado a Dios.
Cada Semana Santa, el pueblo asiste a los oficios de Jueves Santo de la cena del Señor, el traslado de la Eucaristía al Monumento, su adoración y celebración de la Hora Santa. El viernes Santo con la celebración de la Pasión y Muerte del Señor. Nunca el cielo y la tierra han estado tan juntos y así siguen para siempre ya –Alianza nueva y eterna, sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados – todos los días, hasta el fin del mundo. Por eso dos mil y algunos años después, acudimos a esta cita. Nos arrodillamos, callamos y adoramos en silencio ese “Amor de los amores” que ha ido hasta la muerte para darnos la Vida.
Y como no, participando como cofrade o asistente a los desfiles procesionales junto a sus imágenes titulares, ¡Ay, Señor, y el pueblo! ¡Ese pueblo cristiano, tu pueblo, tu querido pueblo, que sabe acompañarte con amor, devoción y silencio, como te acompañaron tu madre y Juan, y aquellas otras mujeres, más valientes que los demás apóstoles!. ¡Ese pueblo que hoy se sabe acompañado por Ti y por tu madre en las durezas y en las soledades de la vida y en las durezas y en la soledad de la muerte! ¡Ese pueblo que te necesita y te busca…! . Un pueblo que proclama conmovido por las calles y plazas de cada ciudad, en esos momentos preciosos de la estación propiamente dicha, la salida o llegada de las imágenes a sus templos, el amor vivo de Dios por cada uno de nosotros, por nuestra humanidad dolorida y maltratada. Las palabras sobran, solo la voz de la saeta triste y dolorida, desgarrada y queda, llanto del pueblo derramado y lento que queda suspendido en el aire unos minutos, brotan lágrimas, inclinaciones, oraciones en bocas enmudecidas. Silencio denso y liviano a la vez, del que son incapaces las masas, y que sólo un pueblo libre y consciente sabe hacer.

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