Las fragancias a primavera perfuman el ambiente, el plenilunio se va acercando y nos trae sones de marchas cofrades, desgarros de saetas encendidas, redobles de tambores, filas de penitentes portando las luminarias ciriales, el olor a incienso, mujeres coronadas de peinas y mantillas y ese trozo de Credo o auto de Fe: “Creo en Jesucristo, nuestro Señor que… padecio bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, resucitando al tercer día”, representado con imágenes –procesiones- que con respeto y fervor paseamos por las calles de nuestros pueblos, barrios o ciudades. Pasos que representan partes de la pasión o viacrucis de Jesús: entrada en Jerusalén, Santa Cena, La Sentencia…, son un conjunto de religiosidad, devoción y arte. No olvidemos que las cofradías, hermandades y congregaciones que mantienen dichas manifestaciones son focos de conversión y centros de espiritualidad.
No es tolerable esa tendencia a no valorar suficientemente los desfiles procesionales, sus peculiaridades o características propias, incluso entre los propios católicos, que las consideran como un algo del pasado o incluso, poco apartado de la verdadera religiosidad, y no es cierto. La realidad es que algunas partes de la sociedad española –y las de otros países—desearían que no hubiera manifestaciones públicas religiosas y que todo quedara en el interior de los templos y de las sacristías. Y eso no puede ser así, son muy profundas las raíces de esta exaltación, por muchas venas corre la sangre cofrade, que desde siglos como herencia se transmite de padres a hijos, sus imágenes titulares los acompañan desde su nacimiento, vida y muerte. Por eso hemos de respetar y amplificar el enorme impacto popular que tienen las procesiones y actos religiosos públicos de Semana Santa. No llevarlas a cabo alejaría de la conciencia popular, y de la realidad pública, el mensaje salvífico de Cristo del que tan necesitados estamos todos.
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