Un Papa benedictino

SAN GREGORIO MAGNO

(† 604)

San Gregorio Magno vivió un período de profundas convulsiones religiosas y políticas. Nacido hacia 540 en una familia de la nobleza romana, vivió los momentos más bajos de la curva de la caída de Roma y los primeros de una nueva época ascendente. Por ello puede ser considerado como el último romano, con el que se cierra el período de los grandes Padres y literatos de la Iglesia de Occidente, o como el primer hombre medieval que supo concretar en sus obras el espíritu de una nueva edad que se había de alimentar de su moral, ascética y mística hasta San Bernardo, Santo Tomás y Santa Teresa. Precisamente con su nacimiento —en 541— termina la cronología consular, que liquida definitivamente una de las instituciones básicas en la historia de Roma.

La familia de Gregorio era hondamente cristiana. Sus padres, el senador Gordiano y la noble Silvia, están emparentados con los Anicios. El palacio familiar se asienta en las estribaciones del monte Celio, en medio de un mundo lleno de recuerdos de la Roma del Imperio y de la primitiva Roma cristiana. Entre sus antepasados se encuentra el papa Félix III (483-492). La Iglesia venera en los altares a varios miembros de su familia. Su padre se dedicó al fin de su vida al servicio de la Iglesia como regionario. Su madre pasó los últimos años en el monte Aventino, en absoluto retiro. Sus tías Társila y Emiliana consagraron a Dios su virginidad. En las homilías que pronunció durante su pontificado, se complace en recordar el ejemplo de sus santas tías vírgenes. Ambas y sus padres figuran en el catálogo de los santos.

San Gregorio se formó en las escuelas de su tiempo. Por causa de las guerras habían decaído del esplendor logrado siglo y medio antes con Marciano Capella y casi aquellos mismos días con Casiodoro. Cursó derecho. De él quería hacer Justiniano la base necesaria de la unidad religiosa, política y territorial del Imperio. La formación jurídica de San Gregorio es profunda. Su alma severa y equilibrada encontró en ella una magnífica preparación para sus futuras e insoñadas actividades. Su formación literaria es menos brillante. Aún se trata en los centros universitarios de realizar el tipo ideal del orador, siguiendo las preceptivas de Quintiliano, y de Cicerón. En cambio, la formación bilingüe grecolatina ha desaparecido totalmente en el siglo VI. El Santo no llegó a aprender la lengua griega, ni durante su larga estancia en Bizancio. Al terminar la carrera fue nombrado pretor (¿prefecto?) de la urbe. Eran tiempos de inseguridad y de guerras permanentes. Durante su niñez asistió a la entrada de Totila en Roma (546), a la cautividad de los romanos en Campania, a los asaltos de los godos a la ciudad en 549, a los últimos juegos circenses en el Circo Máximo, que Totila, con regia liberalidad, ofreció al pueblo romano al tiempo de despedirse. Gregorio vivió con intensidad la tragedia desgarradora de Italia, arrasada por las invasiones de los lombardos, y de Roma en ruinas. Aún hoy impresionan las descripciones de San Gregorio, de Pablo Diácono y de otros historiadores. «Por todas partes vemos luto —dice el Santo—, por todas oímos gemidos. Las ciudades están saqueadas; los castillos, demolidos, la tierra, reducida a desierto. En los campos no quedan colonos ni en las ciudades se encuentran apenas habitantes. […] Los azotes de la justicia de Dios no tienen término, porque tantos castigos no bastan a corregir los pecados. Vemos a unos arrastrados a la esclavitud, a otros mutilados, a otros matados. […] ¡A qué bajo estado ha descendido aquella Roma que otras veces era señora del mundo! Hecha añicos repetidamente y con inmenso dolor, despoblada de ciudadanos, asaltada de enemigos, convertida en un montón de ruinas […] ¿Dónde está el senado? ¿Dónde el pueblo? […] Ya por ruinas sucesivas vemos destruidos en el suelo los mismos edificios. […]» Gregorio trabajó con entusiasmo juvenil en su quehacer político. Pero no encontró en sus quehaceres temporales la satisfacción que deseaba. Así comenzó a resonar en su alma la llamada a la vida contemplativa.

Entonces se cruzaron en su camino dos monjes benedictinos: Constancio y Simplicio. Procedían de Montecassino, de la generación inmediatamente posterior a San Benito. La Historia tiene que agradecerles un santo, un papa, un doctor de la Iglesia, el maestro espiritual de la Orden, el discípulo más auténtico de San Benito y uno de los ascetas más importantes de la historia de la espiritualidad. La lucha interior antes de decidirse a entrar en el monasterio, y decir adiós a sus tareas temporales tan queridas fue desgarradora. La describe el mismo Santo en carta a su íntimo amigo San Leandro de Sevilla. «Yo diferí largo tiempo la gracia de la conversión, es decir, de la profesión religiosa, y, aun después que sentí la inspiración de un deseo celeste, yo creía mejor conservar el hábito secular. En este tiempo se me manifestaba en el amor a la eternidad lo que debía buscar, pero las obligaciones contraidas me encadenaban y yo no me resolvía a cambiar de manera de vivir. Y cuando mi espíritu me llevaba ya a no servir al mundo sino en apariencia, muchos cuidados, nacidos de mi solicitud por el mundo, comenzaron a agrandarse poco a poco contra mi bien, hasta el punto de retenerme no sólo por defuera y en apariencia, sino lo que es más grave, por mi espíritu.» Al fin un día cambió el vestido de púrpura de gobernante por el humilde saco de monje, según noticia de Gregorio de Tours; convirtió en monasterio su palacio del monte Celio y comenzó su vida monacal. Tres fines buscó el Santo en la vida del claustro: separarse del mundo, mortificar la carne y, finalmente, la alegría de la contemplación. «Me esforzaba —dice en su epistolario— en ver espiritualmente los supremos gozos, y, anhelando la vista de Dios, decía no sólo con mis palabras, sino con la medula de mi corazón: Tibi dixit cor meut: quaesívi vultum tuum, vultum tuum, Domine, requiram.» Se dedicó con intensidad al estudio de la Sagrada Biblia, buscando la contemplación y la compunción de corazón. Ambos son sus temas preferidos, los hilos conductores de su ascética y de su mística. No en vano se le llama doctor de la compunción y de la contemplación. También estudió con interés especial las vidas ejemplares de los monjes de Occidente. De ahí había de salir en el futuro su obra: Diálogos de la vida y milagros de los Padres itálicos. Allí se hizo hombre de oración y forjó su espiritualidad. Sus fórmulas alimentaron a los monjes y eclesiásticos durante muchos siglos.

A los cuatro años de paz monacal, Benedicto I le envió como nuncio (apocrisario) a Constantinopla (578), de donde volvió hacia 586. Octubre de 586 fue un mes de prueba. Lluvias torrenciales. Las aguas del Tíber alcanzaron en algunos puntos más altura que las murallas. Personas ahogadas, palacios destruidos, los graneros de la Iglesia inundados, hambre y, finalmente, la peste. Una epidemia de peste inguinar se extendió por Roma, superpoblada de refugiados de los avances lombardos. Una de las primeras víctimas de la peste fue el papa Pelagio II. Ante aquel espectáculo, clero, senado y pueblo reunidos eligieron Papa a San Gregorio. De este modo quedó Gregorio arrancado definitivamente de la soledad que buscara en el monasterio. «Mi dolor es tan grande, escribe a un amigo de Constantinopla, que apenas puedo expresarlo. Triste es todo lo que veo y todo lo que se cree consolador resulta lamentable en mi corazón». El primer Papa monje llevó su concepción monacal a la espiritualidad, a la liturgia, al pontificado.

Al principio de su pontificado publicó la Regula Pastoralis, que llegó a ser durante la Edad Media el código de los obispos, lo mismo que la regla de San Benito era el código de los monjes. Gregorio es, ante todo, el pastor bueno de su grey, es decir, de Roma y de toda la cristiandad. Importa, dice en uno de los párrafos de la Regla Pastoral, que «el pastor sea puro en sus pensamientos, intachable en sus obras, discreto en el silencio, provechoso en las palabras, compasivo con todos, más que todos levantado en la contemplación, compañero de los buenos por la humildad y firme en velar por la justicia contra los vicios de los delincuentes. Que la ocupación de las cosas exteriores no disminuya el cuidado de las interiores y el cuidado de las interiores no le impida el proveer a las exteriores».

Este fue el programa de su actuación. San Gregorio es un genio práctico, un romano de acción. Para él, gobernar es el destino más alto de un hombre, y el gobierno espiritual es el arte de las artes (ars artium regimen animarum). Su solicitud pastoral llegó a todas las iglesias: España, Galia, Inglaterra, Armenia, el Oriente, toda Italia, especialmente las diez provincias dependientes de la metrópoli romana. Fue incansable restaurador de la disciplina canónica. En su tiempo se convirtió Inglaterra y los visigodos abjuraron el arrianismo. El renovó el culto y la liturgia con los famosos Sacramentario y Antifonario gregorianos, reorganizó la caridad en la Iglesia, administró en justicia el patrimonium Petri. Sus obras teológicas y su autoridad fue indiscutida hasta la llegada del protestantismo. En el siglo pasado y a principio del actual ha sido objeto de profundos estudios de crítica racionalista. En nuestros días es largamente estudiado por la historiografía católica. Dio al Pontificado un gran prestigio como San León Magno o el papa Gelasio. Su voz era buscada y escuchada en toda la cristiandad. Su obra fue curar, socorrer, ayudar, enseñar, cicatrizar las llagas sangrantes de una sociedad en ruinas. No tuvo que luchar con desviaciones dogmáticas, sino con la desesperación de los pueblos vencidos y la soberbia de los vencedores. Cuando los cónsules habían desaparecido, su epitafio resume su gloria llamándole «cónsul de Dios».

Como obispo de Roma su primera preocupación fue llevar al pueblo a las prácticas de la fe. Repristinó con renovado fervor la interrumpida costumbre de las estaciones. A ellas se deben las Cuarenta homilías sobre los Evangelios. Veinte las pronunció él mismo; las otras las leían en su presencia clérigos de su séquito, cuando sus agudos dolores de estómago le impedían predicar. Gregorio fomenta las prácticas de piedad, las buenas obras, las devociones populares, el culto a las reliquias, la doctrina de los novísimos. Presenta el ideal de la vida cristiana en toda su integridad. A la vez renueva el culto. Introduce una serie de reformas en la liturgia que ha hecho famoso el Sacramentario gregoriano. Mandó se dijese alleluia fuera del tiempo de Pentecostés; que se cantase el kyrie eleison; que el Pater noster se recitase después del canon… Se le criticó repetidamente de querer bizantinar la liturgia romana.

La reforma que más fama le ha dado es la del llamado canto gregoriano. Gregorio restauró y renovó la Schola cantorum y compiló el antifonario llamado en su honor gregoriano. La Schola llegó a ser un centro superior de cultura musical, y seminario del clero romano. La obra de San Gregorio se realizó por medio de los músicos profesionales de la Schola cantorum. No fue él un creador, pero su obra fue esencial y el éxito es inexplicable sin su espíritu renovador y su autoridad. Gracias a él se aunaron los diversos cantos en una sola liturgia, que poco a poco triunfó de los otros ritos y se impuso como universal expresión religiosa. Con su colección de cantos recogida en el Antifonario gregoriano fue el verdadero ordenador y restaurador del canto eclesiástico, en un momento crítico de la historia de Europa. Al llegar el siglo XI, el proceso de unificación musical estaba completo, salvo raras excepciones como la ambrosiana y visigoda. Europa tuvo un canto eclesiástico común, gracias principalmente a San Gregorio.

La acción del Santo se extendía a Italia, de la que era metropolitano, a Occidente, del que era patriarca, y a la Iglesia universal, de la que era primado. Su epistolario consta de 859 cartas. Por él desfilan toda clase de personas y en él se tocan multitud de asuntos canónicos y administrativos con un sentido de humanidad, justicia, defensa de los humildes, prudencia de gobierno espiritual y material extraordinario. Su estilo es sencillo, llano de conversación hablada, lleno de frescor. Gracias a las cartas, el pontificado del Santo es uno de los mejor conocidos de la antigüedad.

España fue una de las provincias más tranquilas del patriarcado de Occidente durante el pontificado de San Gregorio. Dominados los suevos y vascones y reducido a su mínima expresión el territorio bizantino, Leovigildo casi había conseguido la unidad política. Faltaba la religiosa. El rey quiso realizarla en el arrianismo. Gregorio conoció en Constantinopla la rebelión de Hermenegildo por las informaciones confidenciales de su amigo San Leandro. En el libro de Los diálogos (libro III, cap. 31) narra con amor la gloria y desventura del príncipe Hermenegildo, su derrota, encarcelamiento y martirio (año 586). Los acontecimientos se precipitaron después de la muerte del príncipe: muerte de Leovigildo, conversión de Recaredo (587), concilio tercero de Toledo y conversión oficial del pueblo visigodo. Los pueblos latino y visigodo se unieron estrechamente. Ello hizo posible aquella pequeña edad de oro de nuestra cultura. Aquellos extraordinarios acontecimientos hicieron exclamar a los obispos españoles al terminar su profesión de fe a los reyes: «Gloria a nuestro Señor Jesucristo que ha acogido en la unidad de la verdadera fe a este pueblo privilegiado de los godos y que ha establecido en el mundo un solo rebaño bajo un solo pastor». San Leandro envió largo informe al Papa. San Gregorio contestó con otra carta exultante de gozo: «No puedo expresar con palabras la alegría experimentada por mí, porque el gloriosísimo rey Recaredo, nuestro hijo común, ha pasado a la Iglesia católica con sincera devoción. Por el modo con que me habláis de él en vuestras cartas, me obligáis a amarlo sin aún conocerlo».

Su acción pastoral se extendió a Africa, a Francia, pero acaso la página más gloriosa del pontificado del Santo, en el aspecto misionero, sea la conversión de Inglaterra. La conversión de los anglosajones constituye un acontecimiento inesperado, casi increíble, por su rapidez. He aquí los hitos de una película: Año 590, asciende San Gregorio al Pontificado. 595: el Papa encomienda al presbítero Cándido comprar esclavos anglosajones de diecisiete a dieciocho años para educarlos en un monasterio cerca de Roma. Su ilusión es hacer «ángeles de los anglos». 596: el rey de los anglosajones, Etelberto, casa con la princesa católica Berta. Sale camino de Inglaterra un grupo de misioneros del convento de San Andrés de Roma. Es el responsable del grupo Agustín. Desanimados los misioneros, reciben en Lerins una carta del Pontífice: «Porque hubiera sido mejor no comenzar una obra buena que retirarse después de haberla comenzado, es necesario, amadísimos hijos, que terminéis, con el favor de Dios, la obra buena emprendida. No os atemoricen las fatigas del viaje ni la lengua de los hombres maldicientes, sino continuad con toda solicitud y fervor lo que por inspiración de Dios comenzasteis, sabiendo que a las grandes empresas está reservada la gloria de la eterna retribución. […] Obedeced humildemente a vuestro prepósito Agustín. […] El omnipotente Dios os proteja con su gracia y me conceda ver en la patria eterna el fruto de vuestras fatigas. Que si no puedo ir a trabajar junto con vosotros como es grande mi deseo, me encontraré partícipe con vosotros del gozo de la retribución. Dios os custodie incólumes, hijos míos queridísimos». Como la dificultad mayor era la lengua, Gregorio les proveyó de intérpretes. junio de 597: Es bautizado el rey. Navidad de 597: Agustín bautiza más de 10.000 anglosajones. Gregorio envía nuevos refuerzos de misioneros y traza las líneas generales de la jerarquía católica en Inglaterra.

Cómo escritor, San Gregorio es el más fecundo de los papas medievales y uno de los cuatro doctores de la Iglesia occidental, con San Ambrosio, San Agustín y San Jerónimo, Los tres primeros son casi contemporáneos. Pertenecen a aquella generación extraordinaria que dio también los grandes doctores a la Iglesia del Oriente. El cuarto de los doctores occidentales, San Gregorio, vivió casi dos siglos más tarde. Fue un hombre más bien de acción. Escribió obras de carácter ascético y moral, que hicieron de él doctor de la vida contemplativa y de la compunción en toda la Edad Media. Una obra suya, el Comentario a los libros de Job, fue llamado por antonomasia Los Morales o Libro de los Morales. Fue el gran moralista de la Edad Media. Su actividad literaria se desarrolla desde el tiempo de su nunciatura en Constantinopla hasta su muerte (582-604) y está constituida por el Registrum epistolarum, Los Morales, La regla pastoral, Las XL homilías sobre los Evangelios, Las XXII homilías sobre Ezequiel, Los cuatro libros de los Diálogos y su intervención en el Sacramentario y Antifonario de su nombre. Sus obras ocupan cuatro volúmenes en la Patrología latina de Migne. Gracias a sus obras y a su actuación pastoral, la cristiandad sacral pensó, obró y cantó al unísono.

Melquíades Andrés

San Gregorio Magno

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Santa Escolástica, hermana de San Benito

Fiesta, día 10 de febrero

Santa Escolástica, hermana de San Benito, nació en el territorio de Nurcia, del ducado de Espoleto en Umbría, de una de las casas más nobles de Italia. Así ella, como su santo hermano, fueron recibi­dos en el mundo como una especie, de milagroso don con que el Cie­lo le regalaba; porque, habiendo vivido sus padres muchos años en matrimonio sin tener hijos, al fin con oraciones y limosnas alcanza­ron estos dos grandes modelos de la perfección religiosa. Criaron a Escolástica con todo aquel desvelo que se podía esperar de una madre tan piadosa como la condesa de Nurcia. Persuadida esta virtuosísima señora que las primeras impresiones de los niños influyen mucho en lo restante de su vida, se aplicó principalmente á inspirar desde luego en su tierna hija aquellas grandes máximas de religión, aquel gran menosprecio de todas las vanidades, aque­lla gran estimación de los consejos del Evangelio, en cuyo ejerci­cio halló únicamente todo su gusto y todas sus delicias.

Las santas inclinaciones de Escolástica, su devoción anticipada, su docilidad y su modestia hicieron conocer presto á su madre que el Cielo se la había prestado no más que como depósito, y que cierta­mente la tenía el Señor escogida para esposa suya. Con efecto, declarándose desde luego enemiga de aquellos entre­tenimientos pueriles y de aquellas ligeras diversiones que casi na­cen con los niños, no había para Escolástica otro entretenimiento de más gusto que hacer oración a Dios y oír con suma docilidad las prudentes y saludables instrucciones de su virtuosa madre.

Era tenida Escolástica por una de las damas más hermosas de su tiempo. Su calidad, y los ricos bienes que había hereda­do con el retiro de su hermano y con la muerte de sus padres, la hicieron ser pretendida de los mayores seño­res de toda Italia; pero mucho antes había renunciado a las lisonjeras espe­ranzas del mundo, consagrándose a Dios desde su infan­cia con voto de perpetua castidad.

No obstante de ser de un genio vi­vo, nervioso y brillante, de natural dulce y amigo de complacer, de un aire garboso, des­pejado, capaz de arrebatarse las admiraciones y los aplausos, toda su inclinación era al retiro. Para ella no tenían las galas particular atractivo, mirábalas con indiferencia y aun con desprecio. Habíasela impreso altamente en el alma la im­portante lección que muchas veces la repetía su buena madre, con­viene á saber: que los adornos postizos, por ricos y brillantes que fuesen, no eran capaces de dar un grado de mérito; que el mayor y más apreciable elogio de una doncella era el poderse decir de ella con verdad que era modesta y piadosa.

Nacida con tan bellas disposiciones para la virtud, criada con má­ximas tan cristianas, y nutrida en los más santos ejercicios de la caridad y de la devoción, hacía Escolástica maravillosos progresos en el camino del Cielo, siendo en el mundo el ejemplo y admiración de las más santas doncellas, cuando se supo en la familia el partido que había abrazado San Benito, y las maravillas que ya se contaban de él en toda la universal Iglesia.

A nadie edificó más ni movió tanto la generosa resolución de su hermano como a nuestra piadosísima Escolástica, que, después de la muerte de sus padres, vivía aún con mayor recogimiento en el retiro de su casa. Considerando que la perfección evangélica que profesaba San Benito, igualmente se proponía á todos los cristianos; que no era ella menos interesada que él en trabajar eficazmente en el nego­cio importante de su eterna salvación, y en tomar todas las medidas para ser una gran Santa, distribuyó sus bienes entre los pobres, y, acompañada únicamente de una criada de su confianza, partió en secreto en busca de su hermano.

Había algunos años que San Benito, dejando el desierto de Sublac, después de echar por tierra los ídolos y abolir el paganismo en el monte Casino, había fundado aquel célebre monasterio, que fue como la cuna monástica en el Occidente, y como el seminario dé aquel prodigioso número de santos que pueblan el Cielo, y son brillante inmortal honor de la militante Iglesia.

Teniendo noticia San Benito que ya estaba cerca su santa herma­na, salió de la celda; y temiendo que traspasase los límites que había señalado, fuera de los cuales no había permiso para entrar mujer alguna, de cualquier condición que fuese, se adelanto á recibirla, acompañado de algunos monjes, y la habló fuera de la clausura. Fácil es de imaginar cuál sería la primera conversación de aque­llas dos santas almas, prevenidas desde la cuna con las más dulces bendiciones del Cielo, y abrasadas ambas con el fuego del divino amor. San Benito confió á su hermana parte de las gracias y de las maravillas con que Dios le había favorecido; y Escolástica le corres­pondió á San Benito declarándole los extraordinarios favores con que el Señor la había colmado.

Mientras los dos santos hermanos se estaban dulcemente entrete­niendo con las misericordias que habían recibido del Señor, es fama que se vieron coronados de una luz resplandeciente, y que se sintie­ron penetrados de una gracia interior que obró grandes cosas en sus almas, dándoles a conocer los intentos de la Divina Providencia, que destinaba a uno y a otra para que trabajasen sin intermisión en la salvación y en la perfección de las personas que determinaba confiar a su cuidado. Durante estas celestiales operaciones declaró Santa Escolástica a su hermano el ánimo que tenía de pasar lo restante de su vida en una soledad no distante de la suya, suplicándole quisiese ser su padre espiritual, y prescribirla las reglas que había de obser­var para el gobierno y aprovechamiento de su alma.

Consintió en ello San Benito, porque ya el Cielo le había revelado la vocación de su hermana; y habiendo hecho fabricar una celda no lejos del monasterio para ella y para su criada, les dio, poco más o menos, las mismas reglas que había dispuesto para sus monjes.

La fama de la eminente santidad de esta nueva fundadora atrajo desde luego un gran número de doncellas, que, entregándose a su gobierno y al de San Benito, se obligaron como ella a guardar la misma regla.

Tal fue el nacimiento y el origen de aquella célebre Orden tan dichosamente extendida, que llegó a contar hasta catorce mil mo­nasterios de vírgenes propagadas por todo el Occidente; habiéndose visto con admiración tantas ilustres princesas venir a sepultar bajo la oscuridad de un velo los más brillantes esplendores del mundo; y viéndose cada día tantas nobilísimas doncellas, distinguidas por su elevado nacimiento y por el conjunto de sus singulares prendas, que, a ejemplo de Santa Escolástica, prefieren la cruz de Jesucristo al aparente lustre y engañoso fausto mundano, y a los más halagüeños tentadores gustos de la vida.

Habiendo recibido Santa Escolástica la regla para vivir, que la dio su hermano San Benito, todo su pensamiento y toda su ocupa­ción en adelante fue dar todo el lleno a la alta idea de perfección a que era llamada. Aunque su vida hasta entonces había sido austera y penitente, dobló sus rigores; apenas interrumpía jamás el re­cogimiento interior, y su oración era continua. La tierna devoción que desde la cuna había profesado siempre á la Reina de las vírge­nes creció á lo sumo; hallando nuevo aliento en la dulce confianza de esta amabilísima Madre, encendióse con tanta vehemencia el fue­go del amor a Dios, que apenas podía contener los divinos ardores que la abrasaban.

Nunca hizo voto de clausura; y, con todo eso, la guardó siempre con la mayor estrechez. Sólo se reservó el derecho de ir una vez al año a visitar a San Benito, así para darle cuenta de su comunidad y de lo particular de su alma, como para recibir sus órdenes y apro­vecharse de sus consejos.

Noticiosa nuestra Santa, según todas las señas, del día de su muerte, vino a hacer su última visita anual a su santo hermano. Después de haber cantado los salmos y de haber conversado, como lo acostumbraban, sobre varias materias de piedad, se despidió San Benito para restituirse al monasterio; pero la Santa le rogó tuviese a bien detenerse hasta el día siguiente, para lograr el consuelo de hablar más despacio sobre la bienaventuranza de la vida eterna. Negóse Benito resueltamente, y entonces, bajando un poco la ca­beza nuestra Escolástica y apoyándola sobre las manos, se recogió interiormente haciendo una breve oración. Apenas la acabó, cuando el aire, que estaba claro, sereno y despejado, se turbó de repente. Fraguóse una tempestad de relámpagos y truenos, acompañados de una lluvia tan copiosa, que no fue posible ni á Benito, ni á los mon­jes que le acompañaban, salir para volverse al monasterio. Quejóse el Santo amorosamente a su hermana; pero ella se justificó con que lo hacía el Cielo en defensa de su razón y de su causa. San Gregorio; que refiere este suceso, representa una grande idea de la virtud y del mérito de Santa Escolástica, resolviendo que la victoria en aque­lla piadosa contestación se declaró por la que tenia un amor á Dios más perfecto y más fuerte.

Habiéndose restituido nuestra Santa el día siguiente por la maña­na al lugar de su retiro, murió con la muerte de los justos tres días después.

En el instante en que expiró se hallaba solo San Benito en su acostumbrada contemplación; y levantando los ojos, dice San Gre­gorio, que vio el alma de su santa hermana volar al Cielo en figura de una candida paloma. Inundado de alegría a vista de la dicha que gozaba su amada Escolástica, dio parte a sus discípulos, y todos rindieron al Señor humildes y devotas gracias. Envió después algunos monjes, para que condujesen el santo cuerpo a Monte Casino; pero fue preciso conceder a sus hijas el justo consuelo de tributar las úl­timas honras a su buena madre por espacio de tres días, después de los cuales se trasladó aquel precioso tesoro a la iglesia del monaste­rio, y San Benito la hizo enterrar en la sepultura que tenía destina­da para sí. Murió Santa Escolástica, por los años del Señor de 543, cerca de los sesenta y tres de su edad.

Estuvo el cuerpo de la Santa en Monte Casino hasta la mitad del siglo VII, en que, habiendo arruinado los longobardos aquel famoso monasterio, fueron trasladadas a Mans las preciosas reliquias, donde son honradas con extraordinaria devoción. El año de 1562 se apode­raron los hugonotes (herejes calvinistas franceses) de esta ciudad, mataron inhumanamente a los sacerdotes, pusieron fuego a las iglesias, profanaron los vasos sagrados, llevaron las arcas, cajas y relicarios preciosos donde esta­ban colocadas las reliquias, o depositados los cuerpos santos, después de sacar éstos y aquéllas, arrojándolas por el suelo; y cuando iban a ejecutar lo mismo con las de Santa Escolástica para quemarlas, se apoderó de ellos un terror pánico, que los obligó á huir precipitada­mente, sin descubrirse el motivo; lo que se atribuyó generalmente a su poderosa y singular protección, y no contribuyó poco a aumentar la devoción de los pueblos.

La Misa es en honra de la Santa, y la oración es la que sigue

«Oh Dios, que sois nuestra salud, oíd benignamente nuestras ora­ciones,
para que, así como celebramos con gozo la festividad de vuestra virgen Santa Escolástica,
así consigamos el fervor de una devoción piadosa.
Por Nuestro Señor Jesucristo…»

La Epístola es del cap. 10 y 11 de la segunda de San Pablo a los Corintios.

«Hermanos: El que se gloría, gloríese en el Señor. Porque el que se alaba a sí mismo, no es el que está acrisolado, sino el que alaba a Dios. Ojalá sufrieseis algún poco de mi ignorancia; pero, con todo eso, sufridme: porque yo estoy lleno de emulación en Dios por vosotros. Puesto que os he desposado para presentaros como una casta virgen á un solo hombre, a Cristo.»

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Virtudes de la medalla de San Benito

La medalla

No hay ninguna prescripción ni norma que indique que la Medalla de San Benito deba llevarse o aplicarse de una manera especial. Puede usarse llevándola al cuello, unida a un rosario o un escapulario, o de cualquier otra forma que la persona considere conveniente.

De forma más general, a menudo se coloca en las casas de campo, en los cimientos de los nuevos edificios o se lleva en los automóviles para invocar la bendición de Dios y la protección de San Benito. No está tampoco prescrita ninguna oración en particular, aunque sí se recomienda que los devotos practiquen para sí mismos la oración silenciosa.

La Medalla de San Benito es uno de los Sacramentales de la Iglesia, y como tal debe ser utilizada. El valor y el poder de la Medalla deben atribuirse a los méritos de Cristo Crucificado, a las eficaces oraciones de San Benito, a la bendición de la Iglesia, y especialmente a la fe y la devota disposición de la persona que utiliza la Medalla.

La siguiente es una lista parcial de las muchas virtudes y piadosos propósitos de la Medalla de San Benito.

  • 1. Guarda tanto el alma como el cuerpo de todos los peligros derivados del demonio.
  • 2. La Medalla es muy poderosa en la obtención por los pecadores de la gracia de la conversión.
  • 3. Proporciona protección y ayuda a todas las personas atormentadas por el espíritu inmundo, y en las tentaciones contra la santa pureza.
  • 4. Llevándola, especialmente junto al crucifijo de la Santa Muerte, se procura asistencia, consuelo y confortamiento a la hora de la muerte.
  • 5. Ha demostrado en incontables ocasiones ser un eficaz remedio para los sufrimientos corporales, y un medio de protección contra las enfermedades contagiosas.
  • 6. Las futuras madres han obtenido con ella una ayuda especial para un parto seguro.
  • 7. En tiempo de tormentas, tempestades y otros peligros en la tierra y el mar, se ha utilizado eficazmente como protección.
  • 8. Incluso en los animales domésticos, ha sido notable la ayuda y mejora experimentada cuando han estado infectados o contagiados por alguna enfermedad.

Una oración a San Benito

Son varias las oraciones existentes en las que se puede invocar la protección de San Benito. Aquí os ofrecemos una de ellas:

«¡Oh glorioso San Benito, modelo sublime de todas las virtudes, puro transporte de la gracia de Dios! He aquí que yo, humildemente arrodillado a tus pies, imploro a tu corazón amoroso que ores por mí ante el trono de Dios. A ti he recurrido en todos los peligros que diariamente me rodean. Escudo contra mis enemigos, me inspiras a imitarte en todas las cosas. Que tu bendición esté conmigo siempre, y que ella  me permita evitar todo lo que Dios prohíbe y evitar también todas las ocasiones de pecado.

Te imploro tu intercesión para que obtengas de Dios para mí los favores y las gracias de las que estoy tan necesitado, en las dificultades, miserias y aflicciones de la vida. Tu corazón ha estado siempre tan lleno de amor, que siempre tuviste compasión y misericordia hacia aquellos que se vieron afectados o tuvieron problemas de alguna manera. Tú nunca dejaste sin consuelo ni asistencia a cualquiera que hubiera recurrido a ti. Por lo tanto, al invocar tu poderosa intercesión, confío y tengo la esperanza de que tú escucharás mis plegarias y obtendrás para mí la especial gracia y el favor que tan sinceramente yo imploro (mencionar aquí el favor que se solicita), en el caso de que sea para mayor gloria de Dios y para el bienestar de mi alma.

Ayúdame, oh gran San Benito, para vivir y morir como un fiel hijo de Dios, a ser siempre sumiso a Su santa voluntad, así como para alcanzar la felicidad eterna del Cielo. Amén.»

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La «Lectio Divina» según Benedicto XVI

A propósito del sínodo de obispos 2008: «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia»

«Se ha de alentar vivamente sobre todo esa praxis de la Biblia que se remonta a los orígenes cristianos y que ha acompañado a la Iglesia en su historia. Se llama tradicionalmente Lectio Divina con sus diversos momentos (lectio, meditatio, oratio, contemplatio). Ella tiene su casa en la experiencia monástica, pero hoy el Espíritu, a través del Magisterio, la propone al clero, a las comunidades parroquiales, a los movimientos eclesiales, a la familia y a los jóvenes.»

(Lineamenta; Sínodo de los obispos; XII Asamblea General ordinaria, 2008)

«»La Lectio Divina es la lectura de la Sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual», lo que nos permitirá «conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él», siendo sus amigos (Jn 15,15), en una comunión de pensamiento que «no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar» ».

(Cf. S.S. Benedicto XVI. Homilía 13 de abril del 2006; Santa Misa Crismal. Basílica de San Pedro).

«La constitución conciliar Dei Verbum ha dado un fuerte impulso a la valoración de la palabra de Dios. […] Entre los múltiples frutos de esta primavera bíblica me complace mencionar la difusión de la antigua práctica de la lectio divina, o «lectura espiritual» de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi «rumiándolo», como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su «jugo», para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida concreta. Para la lectio divina es necesario que la mente y el corazón estén iluminados por el Espíritu Santo, es decir, por el mismo que inspiró las Escrituras; por eso, es preciso ponerse en actitud de «escucha devota». »

(S.S Benedicto XVI. Angelus; Domingo 6 de noviembre del 2005).

Conozca más sobre la Lectio Divina en el siguiente artículo.

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La «Lectio Divina» según el Sínodo de 2008

La práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, es capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente.

Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí?
Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico?
De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: ¿qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra?
Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?

Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51), —como dice el texto original griego— encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de «la parte mejor» que no nos debe abandonar (cf. Lc 10, 38-42).
[…]

Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como lo sugirió San Gregorio Magno que veía en San Benito, y en los otros grandes hombres de Dios, los testimonios de la comunión con Dios y sus hermanos, con la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo “explica” las Escrituras, sino que las “despliega” frente a todos como realidad viva y practicada. Por eso es que la viva lectio, vita bonorum o la vida de los buenos, es una lectura/lección viviente de la Palabra divina. Ya San Juan Crisóstomo había observado que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se convirtieron en el Evangelio viviente.

Del Sínodo de los Obispos 2008; Mensaje al Pueblo de Dios n. 9-10


La palabra hecha carne / la palabra echa libro

Así pues, la tradición cristiana ha puesto a menudo en paralelo la Palabra divina que se hace carne con la misma Palabra que se hace libro. Es lo que ya aparece en el Credo cuando se profesa que el Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», pero también se confiesa la fe en el mismo «Espíritu Santo que habló por los profetas». El Concilio Vaticano II recoge esta antigua tradición según la cual «el cuerpo del Hijo es la Escritura que nos fue transmitida» —como afirma san Ambrosio (In Lucam VI, 33)— y declara límpidamente: «Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).

Del Sínodo de los Obispos 2008; Mensaje al Pueblo de Dios

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Cruz de la Medalla

La cruz-medalla de San Benito data de una época muy antigua y debe su origen a la gran devoción que  el Santo profesaba al signo adorable de nuestra Redención y al uso frecuente que de él hacía y que recomendaba a sus discípulos para vencer las tentaciones, ahuyentar al demonio y obrar maravillas.

En un principio y durante muchos años , la devoción a esta cruz-medalla de San  Benito, fué meramente local y exclusiva de los monasterios benedictinos; pero la curación milagrosa del joven Bruno (mas tarde el Papa León IX) en el siglo IX, lo ocurrido con ella en Baviera en 1647, y sobre todo el breve de Benedicto XIV (12 de marzo de 1742), contribuyeron poderosamente a su propagación.

La medalla de San Benito representa, en un lado la imágen de la Cruz y, en el otro, la del Santo Patriarca.

El lado de la Cruz suele estar encabezado, o por el monograma del salvador, IHS, o por el lema de la orden benedictina, PAX.

En los cuatro  ángulos de la Cruz se encuentran grabadas las siguientes iniciales: C.S.P.B., que significan: «Crux Sancti Patris Benedicti», o sea: «Cruz del Santo Padre Benito»; las cuales son como un anuncio de la medalla y no forman parte del exorcismo.

En la línea vertical y horizontal y alrededor de la Cruz, se leen, en el siguiente orden, estas otras iniciales, cuyas palabras componen la oración u exorcismo que tanto teme Satanás y que conviene repetir a menudo.

C.S.S.M.L.
N.D.S.M.D.
V.R.S.
N.S.M.V.
S.M.Q.L.
I.V.B.

CRUX SANCTA SIT MIHI LUX
NON DRACO SIT MIHI DUX
VADE RETRO SATANA
NUMQUAM SAUDE MIHI VANA
SUNT MALA QUAE LIBAS
IPSE, VENENA BIBAS
La Santa Cruz sea mi luz
No sea el dragón mi guía
Retírate, Satanás
No me aconsejes vanidades
Son cosas malas las que tú brindas
Bebe tu esos venenos.
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Gran Patrono de Occidente

San Benito

Resumen de su vida


San Benito, fundador de Monte Cassino y gran legislador del monaquismo de Occidente, nace en el seno de una familia patricia, en Nursia (Perusa) hacia el año 480 de nuestra era.

Finalizados los primeros estudios, viaja a Roma; disgustado por las imperantes malas costumbres, lo abandona todo y se retira entre las solitarias áreas rupestres de Subíaco y se entrega a la vida ermitaña «soli Deo placere cupiens» – como escribe su biógrafo San Gregorio Magno: deseando complacer solamente a Dios

Atraídos por su santa vida, algunos monjes que moraban en los alrededores, le requieren con insistencia como su superior y maestro: Benito acepta, pero en cuanto trata de corregir su conducta, no muy ejemplar, atentan contra su vida con una copa envenenada que él rompe al bendecirla con el signo de la cruz.

Después de haber constituido doce pequeños monasterios, San Benito deja Subíaco y se dirige hacia el sur, acompañado por algunos discípulos. No se conocen las razones por las cuales selecciona el monte «en el cual Cassino está: En la costa» (Dante, XXII, 37), aún cuando puede pensarse en la generosidad de algún benefactor patricio.

Dotado de sentido práctico, Benito, en la zona del actual claustro de acceso, adapta el templo pagano a oratorio de su comunidad y utiliza los restantes edificios como habitaciones de monjes y peregrinos y también como áreas para las diferentes actividades de trabajo.

En la cima del monte, donde surgía un bosquecito pagano, es construido un pequeño oratorio en honor a San Juan Bautista, destinado para fines de camposanto. Aún hoy en día el venerado sitio del sepulcro de San Benito y de su hermana Santa Escolástica corresponde exactamente a la parte inferior del altar mayor de la Basílica.

A la obra de la implantación monástica, San Benito une el anuncio del Evangelio entre los pobladores de la llanura de abajo. Esta misión está aún hoy día encomendada a la comunidad monástica, por lo cual la ciudad de Cassino y las veinte comunidades aledañas forman parte de la jurisdicción pastoral del abad de Monte Cassino.

En Monte Cassino, San Benito completa la implantación de su Regula monachorum, o Regla de los monjes; «pequeño compendio del Evangelio», como la definió Bossuet.

Siempre en Monte Cassino, el gran Patriarca, cercano a los setenta años, cerrará su existencia terrenal. Apenas antes de su muerte, sintiendo flaquear sus fuerzas, se hará llevar al oratorio de San Martín y allí, con los brazos tendidos hacia el cielo, después de haber recibido el Cuerpo de Nuestro Señor. La fecha de su muerte ha sido fijada por la tradición en el día 21 de marzo del 547.

San Benito, ya proclamado anteriormente como patrono de los ingenieros, de los espeleólogos y de la Obra de la Bonífica, fue, el 24 de octubre de 1964, declarado por Su Santidad Paulo VI, en el mismo Monte Cassino como Patrón Principal de Europa, porque «mensajero de paz, operador de unidad, maestro de civilización y sobre todo heraldo de la fe e iniciador de la vida monástica en Occidente». (Breve apostólico, Pacis Nuntius).

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«Lectio Divina»

La lectio divina indica actualmente una forma tradicional de leer y meditar en la Palabra de Dios. La expresión lectio divina o lectio sacra no significa directamente una lectura cualquiera o un estudio de la Biblia con finalidades científicas, literarias, exegéticas o hermenéuticas, ni tampoco una forma de meditación tradicional, sino más bien una atención particular a la palabra revelada y a aquel que nos habla en ella, el mismo Dios. Su cualificación de «divina» indica que la lectio tiene como objeto la Palabra de Dios y que se hace en la presencia del Dios vivo, bajo la acción de su gracia. Supone una relación con el Padre que nos habla en su Verbo y con el Espíritu que es el maestro y el éxegeta de la Escritura, en comunión con toda la Iglesia.

Este término se encuentra en Orígenes, que habla de una théia anagnosis; la lectura asidua de las Escrituras, según sus indicaciones, supone un empeño particular la aplicación concreta de los sentidos espirituales para escudriñar los misterios escondidos en la Palabra. Según los Padres de la Iglesia, la lectio divina supone escuchar y responder. Jerónimo escribe: «Si rezas, eres tú el que hablas al Esposo; si lees, es el Esposo el que te habla» (Epist. 22, 25. PL 22, 41 1). Ambrosio recuerda los dos momentos del diálogo con Dios: «Le hablamos cuando rezamos y lo escuchamos cuando leemos los oráculos divinos» (De officiis ministrorum, 1, 20: PL 16, 50). Gregorio Magno desarrolla en su pedagogía la exégesis espiritual de la Escritura con el método de la ruminatio de la Palabra mediante los sentidos interiores. San Benito usa expresamente este término en su Regula 48, 1, cuando alude a la ocupación primordial de los monjes en la lectura divina («occupari… in lectione divinan») e invita a los monjes a dedicarse a la lectura y el estudio de la Biblia. En el siglo Xll encontramos en la obra de Guido II, abad de la Gran Cartuja (+ 1188), una exposición metódica de la lectio en la Scala claustralium (PL 184 475-484), con un tratado sistemático en forma de carta al monje Gervasio. El autor la presenta como una escala de los monjes para subir al cielo. Enumera los cuatro escalones, que son la lectio, la meditatio, la oratio y la contemplatio. Describe el sentido de cada uno de estos momentos de esta forma: «La lectio es un estudio detenido de las Escrituras realizado con un espíritu totalmente esforzado en comprender. La meditatio es una actividad de la inteligencia que con la ayuda de la razón busca la verdad escondida. La oratio es un dirigir el corazón a Dios con el intenso deseo de evitar el mal y conseguir el bien.»

La contemplatio es una elevación del alma por encima de sí misma, permaneciendo como suspensa en Dios y saboreando los gozos de la dulzura eterna… La lectura busca la dulzura de la vida bienaventurada, la meditación la encuentra, la oración la pide y la contemplación la experimenta». El autor, y a continuación toda la tradición monástica, hace remontar los cuatro escalones de la lectio divina a la explicitación concreta de las palabras de Jesús sobre la oración asidua (Lc 1 1,9): «Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá: buscad en la lectura y encontraréis en la meditación, llamad en la oración y se os abrirá en la contemplación…» El concilio Vaticano II, acogiendo las instancias de la renovación bíblica y monástica, aludió a la lectio divina, aunque no utiliza el nombre tradicional, sino más bien el de pia lectio (DV 25). Exhorta a los religiosos a la lectura frecuente de la Escritura para aprender « la ciencia sublime de Jesucristo» (Flp 3,8) (PC 5). «Pero conviene que recuerden que la lectura de la sagrada Escritura tiene que ir acompañada de la oración , para que pueda desarrollarse el coloquio entre Dios y el hombre» (DV 25). En nuestros tiempos, bajo el influjo de la renovación bíblica y pastoral, la lectio divina se ha convertido —con las escuelas de la Palabra y los diversos grupos de oración, pero también con el método de la lectura de la «Palabra-Vida» en América Latina— en una de las formas más seguras y sobrias de la evangelización a partir de la Palabra rezada.

Tiene la misión de hacer de la oración personal y comunitaria una respuesta segura a la revelación del Dios vivo, que nos sigue hablando hoy a nosotros en las Escrituras (DV 21). Los autores contemporáneos sugieren, para una recta experiencia de la lectio divina, la necesidad de escuchar totalmente en el Espíritu, con los ojos vueltos hacia Cristo y en una actitud de silencio interior, en una relación viva con la realidad y con la historia de los orantes que es iluminada por la Palabra y sigue abierta a la praxis, a la acción en la que tiene que desembocar la contemplación. Por eso se habla no sólo de los cuatro escalones del método medieval, sino también de la continuidad en la vida con la consolación, el discernimiento, la decisión, la acción concreta en favor de los hermanos. La lectio divina recobra de este modo su linfa vital: orar y vivir la Palabra de Dios, Palabra de vida.

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Celebración de la procesión de las candelas

Este próximo martes, día 2 de febrero, tendrá lugar, en el monasterio de la Santa Cruz, de las MM. benedictinas de Sahagún, la procesión de las candelas, por el claustro, y seguidamente, la Santa Misa. La celebración será a las 11,30 de la mañana, del día 2.

Pueden asistir todos los que deseen orar con nosotras, por  los consagrados y por las vocaciones a la Vida Consagrada.

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Día de la vida Consagrada

«La oración sea breve y pura» (Regla de San Benito)

El próximo día 2 de febrero, es el día denominado comunmente, «de las Candelas», la festividad litúrgica de la Presentación del Niño Jesús en el templo y de la purificación de su Santísima Madre. En ese día, la Iglesia católica, celebra el día de la Vida Consagrada, de los religiosos y religiosas y de los miembros de las sociedades de vida apostólica. Su propia consagración  es ya, en sí misma, una preciosa misión. En este sentido, lo más valioso de la vida consagrada, no es lo que hace,  sino lo que es, en el seno de la Iglesia. En  el mundo, la aportación más específica de la vida religiosa a la Iglesia, es su propia consagración. Quiere ser testigo de Jesucristo, pobre, casto y obediente, y estar al servicio del Reino.

A TI JOVEN, A TI TE LO DIGO:
“Si tu vida es Cristo, síguelo, déjalo todo.»


El religioso es el cristiano que intenta vivir la consagración  del bautismo —es decir, su condición de hijo de Dios y de ciudadano del Reino— en toda su radicalidad, llevando hasta sus últimas consecuencias las exigencias implícitas del bautismo.

La fe en Cristo, en su llamada, le lleva a a cogerlo como Persona y como Palabra, dejarse «poseer» por Él , y ponerse a su entera disposición.

La consagración religiosa es un misterio entrañable del amor de Dios. Dios se da en Jesús, plenamente, al que llama. Y el consagrado le responde amándole con todo el corazón, es decir, con toda su vida; le da su ser en profundidad. Pero una persona sólo se entrega realmente cuando se entrega por amor y cuando entrega su amor. El amor es el primer don, la raíz y principio de todos los demás dones. Y el amor total sólo se expresa con el don total de sí mismo. Por eso, la consagración religiosa es consagración de amor. Con las características propias del amor verdadero: la totalidad en la entrega, la exclusividad en la persona amada y el desinterés absoluto en servirle.

Entrega y amor que se concretan en vivir con Él y como Él, asumiendo su mismo estilo de vida, los «consejos evangélicos». Son un camino nuevo para el que quiera estrenarlo; una vida nueva para el que quiera embarcarse en ella; una verdad nueva para el que quiera caminar a su luz.  Se resumen en ser pobre como Él, célibe como Él y obediente como Él.

Caminos de consagración, en el contexto del Año Santo Compostelano, es el lema en España, para este «Día de la Vida Consagrada».  Pretende resumir la vocación más específica de la vida religiosa en la Iglesia: ser testigos de Cristo, testigos del amor de Dios en toda circunstancia y al servicio de todos los hombres y mujeres, especialmente de los más pobres .

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