«DICHOSOS LOS POBRES DE ESPÍRITU»

Todas las BIENAVENTURANZAS se resumen en la 1ª: CRISTO NOS ENSEÑA QUE PARA LLEGAR A LA VERDADERA FELICIDAD EL MEJOR CAMINO ES LA POBREZA.

Al menos la de ESPÍRITU. Que es el desapego del amor desordenado de los bienes de la tierra. LA MANSEDUMBRE Y LA PACIENCIA. LA JUSTICIA. LA MISERICORDIA Y LA COMPASIÓN con los que sufren. . La paz en nosotros mismos. Trabajando para que los demás la encuentren.

NUNCA EL MUNDO HABÍA ESCUCHADO TALES PROPUESTAS.

PALABRAS DEL PAPA FRANCISCO EN EL ÁNGELUS DEL 29 DE ENERO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las Bienaventuranzas (cfr Mt 5,1-12a), que abren el gran discurso llamado “de la montaña”, la “carta magna” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y les libera de los que les maltratan.  Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurados”, es decir felices; prosigue con la indicación de la condición para ser tales; y concluye haciendo una promesa. El motivo de las bienaventuranzas, es decir de la felicidad, no está en la condición requerida –“pobres de espíritu”, “afligidos”, “hambrientos de justicia”, “perseguidos”…– sino en la sucesiva promesa, para acoger con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el “reino” anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida de seguir al Señor, por el que la realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión que se lleva a cabo. No se es bienaventurado si no se es convertido, para poder apreciar y vivir los dones de Dios.

Me detengo en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (v. 4). El pobre de espíritu es el que ha asumido los sentimientos y la actitud de esos pobres que en su condición no se rebelan, pero saben que son humildes, dóciles, dispuestos a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres en espíritu tiene una doble dimensión: en lo relacionado con los bienes y en lo relacionado con Dios. Respecto a los bienes materiales esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas, sin sobrecargarse en la opacidad del consumo voraz. Más tengo, más quiero; más tengo, más quiero. Este es el consumo voraz  y esto mata el alma. El hombre y la mujer que hace esto, que tiene esta actitud, “más tengo, más quiero”, no es feliz y no llegará a la felicidad. En lo relacionado con Dios es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría, es Él el Señor, es Él el grande. No soy yo el grande porque tengo muchas cosas. Es Él el que ha querido al mundo por todos los hombres, y los has querido para que los hombres fueran felices.

El pobre en espíritu es el cristiano que no se fía de sí mismo, de las riquezas materiales, no se obstina sobre las propias opiniones, sino que escucha con respeto y se remite con gusto a las decisiones de los otros. Si en nuestras comunidades hubiera más pobres de espíritu, ¡habría menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido evangélico, aparecen como aquellos que mantienen viva la meta del Reino de los cielos, haciendo ver que esto viene anticipado como semilla en la comunidad fraterna, que privilegia el compartir a la posesión. Esto quisiera subrayarlo: privilegiar el compartir a la posesión. Siempre tener las manos y el corazón así (el Papa hace un gesto de mano abierta), no así (gesto de puño cerrado). Cuando el corazón está así (cerrado) es un corazón pequeño, ni siquiera sabe cómo amar. Cuando el corazón está así (abierto) va sobre el camino del amor.

La Virgen María, modelo y primicia de los pobres en espíritu porque es totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos en Dios, rico de misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de la abundancia de su perdón.

REFLEXIÓN: Fue la primera vez que escuché hablar de las bienaventuranzas.

Una catequista dinámica, entusiasta, que contagiada por las pocas pero extraordinarias noticias del Vaticano II que llegaban a mi pueblo, lejano y olvidado, hacía esfuerzos extraordinarios por hacernos comprender la riqueza de las bienaventuranzas a través de pósters e imágenes de Jesús rodeado de sus apóstoles. Nos ponía a leer el texto del Evangelio. Toda una novedad que rompía los esquemas antiguos pues nos acercaba directamente al texto de la Biblia. Nos enseñaba más con su vida que con sus palabras. Han pasado los años y ahora estoy frente a su féretro escuchando el mismo texto que con fervor nos explicaba. Juanita llevó una vida de dolor, sobre todo los últimos tiempos, pero de cercanía e intimidad con Jesús. Frente a su cuerpo inerte suenan muy distintas las palabras de Jesús: “Dichosos los pobres de Espíritu…” Muy diferente a la felicidad que propone el mundo y sus pompas. Juanita seguramente ahora ya participa plenamente del Reino de los Cielos.

A veces me imagino a Jesús visitando nuestra Iglesia y nuestra sociedad y contemplando las estructuras que hemos creado: viejas, obsoletas, oscuras y arruinadas, que queremos poner al día sólo con remiendos y parches. ¿Qué nos diría Jesús? Me imagino que algo parecido a lo que sugería el Vaticano II con todas sus novedades y que ahora retoma el papa Francisco: “No necesitamos poner parches, sino construir una Iglesia y una sociedad nueva, abierta, con bases firmes, con mucha luz, donde quepan todos los hermanos…” Y este domingo es uno de esos días que se siente uno cuestionado fuertemente por las palabras de Jesús. Nos presenta sus “bienaventuranzas”. Es decir su programa para responder a lo más profundo de toda persona humana: la felicidad. Pero dista tanto el programa de Jesús de lo que nosotros hemos ido construyendo, que si ponemos atención a las palabras que Él nos propone seguramente le diríamos que está loco, que eso no es posible, que es una utopía.

¿Utopía el Reino de Dios? Para algunos así parecería y se conforman con proponer moderación de parte de los poderosos y resignación de parte de los pobres, y así utopía se convierte en “un lugar que no es posible alcanzar” (ou-topía: no posible), pero para Cristo “utopía”, (eu-topía: buen lugar), se convierte en un sueño posible por el cual vale la pena entregar la vida. La utopía del Reino responde al sufrimiento de los pobres y va acompañada de signos evidentes de que es posible y vale la pena luchar por ella: las curaciones, el Evangelio a los pobres, las comidas con todos, la acogida a los despreciados por la sociedad. El gran sueño de Jesús se resume en el Sermón del Monte que ahora se inicia con estas exigentes propuestas. Anunciar la utopía de la vida, generando esperanza, justicia y amor, es la primera predicación de Jesús y es la primera exigencia para el cristiano y para su Iglesia.

Hemos escuchado tantas veces las bienaventuranzas que ya no captamos el sentido revolucionario y novedoso que encierran. “Dichosos los pobres de espíritu…” y cada una de ellas nos lleva a poner en juicio todas las estructuras y condicionamientos de un mundo que ha basado su felicidad en el tener y el poder, que todos sus esfuerzos los encamina a fortalecer y alimentar la propia felicidad y se ha desentendido de la miseria de los hermanos. Así han nacido sistemas, imperios, naciones que basan su ser y quehacer en la economía, en las armas, en el bienestar propio aun a costa de la pobreza de los demás. Jesús proclama dichosos a los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del bien. Consideradas por los grandes de este mundo, las bienaventuranzas aparecerán como una aberración, como ocho normas para fracasar en la vida, como un estorbo para el triunfo.

Hay quienes para huir de esta interpretación, todo lo espiritualizan y lo ven como un bello ideal que sólo se cumplirá en el cielo. El compromiso personal se diluye en la pasividad de lo imposible y nos condena a seguir en lo mismo. La paz se convierte en no molestar y no ser molestado –¡Como si esto se pudiera!– y si yo logro ser feliz en mi egoísmo, doy gracias a Dios y me olvido de los demás.

Pero ésta no es la actitud ni el comportamiento de Jesús. A nadie imagino más feliz que a Jesús, pero tampoco conocemos a nadie más encarnado, comprometido y coherente en su opción por los pobres. La vida, ejemplo y conducta de Jesús son la clave para entender las bienaventuranzas. Nadie más pobre que Él, nadie más comprometido con la paz y la justicia, nadie más perseguido, nadie más limpio de corazón y sin embargo ¡nadie más feliz que Él! Quien deja penetrar el texto de las bienaventuranzas en su corazón descubre que son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza, es el auténtico pobre; Él puede decir vengan a Mí que soy manso y humilde de corazón. Es constructor de paz, es Aquel que sufre por amor de Dios. En las bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo y nos llama a entrar en comunión con Él.

Las bienaventuranzas son la norma suprema de conducta para el cristiano y señales que indican el camino de la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo, orientaciones para el seguimiento que afectan a cada discípulo. Solamente quien las practica puede entenderlas en todo su sentido porque suponen una inversión total de los valores que el mundo nos propone. Nosotros nos atamos a seguridades terrenas y visiones egoístas de nuestro bienestar, Cristo nos lanza mucho más allá: construir un reino donde la felicidad se conquista en comunidad, nadie es más feliz que quien hace felices a los demás.

¿Cómo estamos viviendo las bienaventuranzas? Repasemos cada una de ellas, meditémoslas frente a la vida de Jesús y quizás descubramos que debemos cambiar todo nuestro estilo de vida para ser verdaderos cristianos. A veces nos quejamos de que no somos felices. ¿Nos hemos puesto a pensar por qué?

Padre Bueno que nos llamas a la felicidad y en Jesús nos has dejado el mejor ejemplo de alguien plenamente feliz, ilumínanos para descubrir el verdadero camino de felicidad que pasa por el amor y el servicio a los hermanos. Amén.

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