EL PECADO – III

Pecados de omisión.

Todos los días pedimos al Señor en la Misa que perdone nuestros pecados de «pensamiento, palabra, obra u omisión». Estos pecados de omisión pueden ser muy graves: vivir habitualmente desvinculado de la santa Misa, ignorar más o menos conscientemente la situación de un familiar que necesita una ayuda con urgencia, no prestar suficiente atención de amor al cónyuge, centrándose durante los tiempos libres en alguna de las tantísimas aficiones que pueden cautivar a la persona; etc. Muchas veces los pecados de omisión van unidos a pecados de obra. En todo caso, al ser omisiones, con frecuencia no son advertidos por la conciencia, que capta con más facilidad los pecados de obra positiva.

Cristo señala y reprueba en varias ocasiones pecados que son de omisión. Condena la higuera infructuosa (Mc 11,12-14, 20-21). Las vírgenes imprudentes de la parábola no se ven privadas del banquete por pecado de comisión, sino de omisión (Mt 25,11-13). Igualmente es castigado el siervo que no empleó debidamente su talento (Mt 25, 27-29). En el Juicio final el Señor castiga por los muchos bienes que, pudiendo hacerlos, no fueron hechos (Mt 25, 41-46). El rico de la parábola es condenado no por haber causado algún mal al pobre Lázaro, sino por haberlo ignorado, teniéndolo en la misma puerta de su casa, sin prestarle nunca ayuda (Lc 16,19-3 l). La omisión de aquellas buenas obras debidas en justicia o en caridad, que son posibles, ciertamente constituyen un pecado, un pecado de omisión. Esta verdad nos lleva a reafirmar otra verdad fundamental que le precede.

Las buenas obras son necesarias para la salvación. Dice Jesús: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). «En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos» (Jn 15,8). Nosotros,  pues, como hijos de Dios, hemos de «andar de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col 1,10). Por lo demás, al final de los tiempos vendrá el Señor «para dar a cada uno según sus obras» (Ap 22,12; cf. Mt 25,19-46; Rm 14,10-12; 2Cor 5,10). Y entonces «saldrán los que han obrado el bienpara la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condena» (Jn 5,29).

El cristiano está destinado a la perfección (per-fectus, de per-facere). En efecto, «la operación es el fin de las cosas creadas» (SThI,105,5), pues las potencias se perfeccionan actualizándose en sus obras propias. Por eso los cristianos, cooperando con la acción de la gracia divina –que es la que actúa en la persona «el querer y el obrar» (Flp 2,13)–, alcanzamos la perfección actuando las virtudes y dones en sus propias obras. Es fácil de entenderlo: si no nos ejercitáramos en las obras buenas, resistiríamos la gracia de Dios, pues Él quiere fecundar nuestra libertad dándole una operosidad abundante, de modo que por ella lleguemos nosotros a la perfección, y al mismo tiempo ocasionemos la de otros. «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

Advirtamos, en todo caso, que cuando hablamos de obras nos referimos igualmente a las obras externas, que tienen expresión física, como a la realización de obras internas, de condición predominantemente espiritual –como, por ejemplo, orar, perdonar una ofensa, renunciar a una reclamación justa, acordarse de Dios al paso de las horas, etc.–.

El peligro de tener muchas palabras, y pocas obras siempre ha sido denunciado por los maestros espirituales, comenzando por los mismos Apóstoles. San Pedro nos dice que Jesús «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). Y San Pablo: «Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa» (1 Cor 4,20). Y San Juan: «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1Jn 3,18). Los pecados de omisión van directamente en contra de esa operosidad benéfica, que no es sino docilidad a la gracia de Dios.

San Juan de la Cruz advierte que «para hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua, sino que también, con eso, es menester obrar de su parte lo que es en sí. Muchos no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso mal, y por El no quieren hacer casi nada que les cueste algo» (Cántico3,2). Santa Teresa insiste siempre: «Vosotras, hijas, diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf. 32,8). El amor que tenemos al Señor ha de ser «probado por obras» (3 Moradas 1,7; cf. Cuenta conc. 51). «Obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11). Y en la más alta perfección cristiana no queda el cristiano inerte y quieto, sino que, por el contrario, es entonces cuando florece en cuantiosas y preciosas obras buenas: «De esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (7 Moradas 4,6). Y lo mismo dice Santa Teresa del Niño Jesús: «los más bellos pensamientos nada son sin las obras» (Manuscritos autobiog. X,5).

Así pues, la fe fiducial luterana, sin obras, es una fe muerta, sin caridad, pues si estuviera vivificada por la caridad, florecería necesariamente en obras buenas. No es, por tanto, una fe salvífica: «la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta» (Sant 2,17).

La fe fiducial presuntamente salvífica es, pues, una caricatura de la fe vivacristiana, que es, bajo la acción de la gracia de Dios, «la fe operante por la caridad» (Gal 5,6) . En efecto, «no son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino los que cumplen la Ley: ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Tampoco basta con clamar al Señor, abandonándose pasivamente a su misericordia, pues «no todo el que dice “¡Señor, Señor!” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).

Pues bien, el campo católico de trigo no está hoy libre de la cizaña luterana. Cuando un cristiano deja de ir a Misa, cuando la comunión frecuente no va acompañada de la confesión frecuente, cuando la absolución sacramental se imparte y se recibe sin esperanza real de conversión, como una imputación extrínseca de justicia, cuando tantos creyentes viven tranquilamente en el pecado mortal habitual –adulterio o lo que sea–, confiados a la misericordia de Dios, que es tan bueno, ¿no estamos con Lutero ante una vivencia fiducial de la fe? ¿No se da, aunque sea calladamente, una instalación pacífica en el simul peccator et iustus?.

sacerdote: don J Mª Iraburu

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