La meditación (I)

¿Qué es la meditación para el cristiano?

La meditación es:

1. Silencio, reverente escucha y obediente recepción de la Palabra de Dios, en vista a conformar según ella toda mi vida.

2. Ser y estar con Dios: “permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí solo, si no está unido a la vid, así sucede con ustedes” (Jn 15,4).

3. Acercarse a aquel misterio de la unión con Dios, que los Padres Griegos llamaron divinización del hombre: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre sea Dios” (San Atanasio).

4. Retornar a buscar la virtud y el amor de Dios, y no a encontrar saber en general o una particular disposición psicológica”. (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, Filotea, II,V).

5. Pensar sobre alguna verdad de fe, para creer con mayor convicción, amarla como un valor concreto que me atrae, practicarla con la ayuda del Espíritu Santo. Se trata de un conocer amorosamente. Implica reflexionar, amar, y tener propósitos prácticos. Su valor está no en pensar mucho, sino en amar mucho” (CEI, Nº 996).
6. Concentrarse sobre sí mismo, y un trascender el propio yo, que no es Dios, sino sólo una criatura. Dios es “interior intimo meo, et superior summo meo: Dios es mas íntimo que mi intimidad y más grande que mi grandeza” (San Agustín, Confesiones 3, 6, 11). Dios está en nosotros y con nosotros, y nos trasciende en su misterio.                                                         La meditación cristiana no implica que el yo personal y su condición de criatura deban ser anulados y desaparecer en el mar del Absoluto. De hecho “el hombre es esencialmente criatura y así perdura en la eternidad, por eso no es posible que sea absorbido el yo humano en el yo divino, ni en los más altos estados de la gracia” (MC, 14).

¿Sobre qué se funda la meditación cristiana?

Se funda sobre:

1. La realidad misma del Dios uno y trino, que “es Amor” (1 Jn 4,8), que nos ha hecho “hijos adoptivos”, y por lo tanto podemos gritar con el Hijo en el Espíritu Santo: “Abbá Padre”.

2. La meditación de la obra salvífica, que el Dios del Antiguo y Nuevo Testamento ha cumplido en la historia, a través de los cuales Dios “se revela hablando a los hombres como a amigos, para invitarlos a estar en comunión con El” (Concilio Vaticano II, Dei verbum, 2).

3. La persona de Cristo Señor, “en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col. 2,3). Es necesario tener siempre la vista fija en Jesús, porque es en El donde el amor divino se nos ha manifestado y donado, sobre todo en la cruz, “gracias a la palabra, a la obra, a la pasión y resurrección de Jesucristo, en el Nuevo Testamento la fe reconoce la definitiva auto revelación de Dios, la palabra encarnada es la que revela la profundidad más íntima de su amor” (MC, 5). Por lo tanto la revelación cristiana requiere una constante profundización en el conocimiento de Cristo, de modo de “comprender con todos los santos cual es la amplitud, la largueza, la altura, y la profundidad del misterio de Cristo y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento, por ser lleno de la plenitud de Dios” (Ef 3,18).

4. La disponibilidad a cumplir constantemente la voluntad de Dios, con el ejemplo de Cristo, para el cual, “el alimento es hacer la voluntad de Aquel que lo ha mandado a realizar su obra” (Jn 4,34).

5. La estrecha correlación entre lex orandi y lex credendi, entre el modo de orar y el contenido de la fe cristiana que viene profesada. La oración cristiana es siempre determinada de la estructura de la fe cristiana, en la cual resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. “La oración es fe en acto: la oración sin fe termina ciega, la fe sin oración se desintegra” (Card. José Ratzinger, Conferencia de presentación del documento MC).

6. La humildad. Cuando más se acerca una criatura a Dios, tanto más grande es su reverencia para con Dios, tres veces santo. Se comprende ahora la palabra de Aquella que ha estado honrada con la más alta de las intimidades con Dios, María Santísima: “Ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,48) y también las de San Agustín, “Tu puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo” (San Agustín, Enarrationes in Psalmos CXLU). “no podemos ponernos a igual nivel que el objeto contemplado, el amor libre de Dios; ni siquiera cuando, por la misericordia del Padre, mediante el Espíritu Santo mandado a nuestros corazones, viene donado en Cristo, gratuitamente, un reflejo sensible del amor divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad, y la belleza del Señor” (MC, 31).

7. El silencio: es necesario redescubrir el valor del silencio, el cual crea un ambiente favorable para la reflexión, para la contemplación, para la escucha inteligente (de sí mismo, de Dios y de los otros), para la purificación y unificación de la persona.

8. El amor para con el prójimo. La meditación auténtica nos envía constantemente al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y es así como nos acerca más a Dios. Ella despierta en el orante una ardiente caridad, que lo empuja a colaborar con la misión de la Iglesia y al servicio de los hermanos para la mayor gloria de Dios.

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