Un faro en el Camino

«Cristo es la esperanza imperecedera de nuestra salvación.»

Así, nos habla Benedicto XVI en su carta al Arzobispo de Santiago, Monseñor Julián Barrio. El Papa, anima a los fieles a que peregrinen a Santiago, para que obtengan la gracia de que Dios, entre en sus corazones y sean así, testigos de Cristo que vive que es nuestra esperanza imperecedera. El lema de este nuevo Año Jubilar es: «Peregrinando hacia la luz» Es una llamada evangelizadora a los hombres y mujeres de hoy, recordándonos el carácter esencialmente peregrino de la Iglesia y del ser cristiano en este mundo.

La peregrinación jacobea, muestra sus peculiaridades: en lo general, la lejanía y el misterio de Finisterre. Cuando surge un lugar de atracción religiosa, se convierte en un centro geográfico a donde confluyen los caminos radiales abiertos por los peregrinos. A Compostela se llegaba, al menos, en tiempos de la cristiandad Medieval, por el Camino, con cuantas ramificaciones puedan entrar en consideración y estudio, pero Santiago no se encontraba en el centro, sino al final de la tierra. Es otra peculiaridad el solar gallego y su fascinación. Aquí llegaban muchas personas por conocido flujo y reflujo poblacional. Añadamos el camino de estrellas, que desde el cielo, protegía la ruta del suelo. Todos estos factores naturales favorecieron la peregrinación jacobea, y todos ellos fueron preparados por la Divina Providencia, para que tal hecho, y con tales características, se produjera. «Todo acto y todo movimiento en el cosmos, —según la doctrina de Santo Tomás—, están dirigidos por la Divina Sabiduría.» Infalible y misteriosamente, Dios, conduce la historia. Una adecuada comprensión de la historia humana, implica una teología.

El Camino de Santiago ha marcado la personalidad del continente, añadiéndole rasgos muy definidos en su propio ser. También ha marcado la identidad leonesa. Once siglos de intercomunicación, un flujo y reflujo de masas peregrinantes, un ir y venir por las viejas calzadas, han dejado su huella en la memoria colectiva de esta tierra y sus pueblos. Aquí cabe destacar la Villa de Sahagún. Se ha dicho que Sahagún, se lo debe todo al Camino, pero cierto es, que el Camino, es deudor de Sahagún. Aquí, lo fue todo la poderosa abadía benedictina, con antecedentes romanos, visigóticos y mozárabes, pero que alcanza su máximo esplendor, a finales del siglo XI, cuando el rey Alfonso VI, entrega el monasterio a los cluniacenses, y la comunidad saguntina proveía de obispos a todo el reino. El Codex Calixtinus de Aymerico pondera a Sahagún y varias leyendas de Carlomagno. Hoy, del imponente cenobio, después del desastre de los últimos siglos, casi ni ruinas quedan: la torre del reloj y la portada del edificio, que aprovechó un ingeniero, como arco de triunfo sobre la carretera.

Templos quedan varios, aunque desaparecieron unos, y otros, se encuentran en ruinas. Alzan aún, sus torres al vuelo, los templos de San Tirso (s. XII) y de San Lorenzo (s. XIII), en los que dio comienzo el románico sahaguntino de ladrillo, que otros incluyen en el mudéjar. Cabe mencionar, el convento franciscano de La Peregrina, también de ladrillo (s. XIII), al que da nombre la bellísima escultura de la Virgen Peregrina de Roldan.

Mención aparte, merece el monasterio de la Santa Cruz y su comunidad femenina, de las monjas benedictinas, con su célebre hospedería, su albergue, su repostería, y sobre todo, su excepcional museo, que recoge las reliquias de la antigua grandeza del Sahagún de los artistas; entre ellas una imagen de la Virgen Peregrina, tamaño natural, y la custodia de Enrique de Arfe.

Las MM. Benedictinas, como buenas hijas de San Benito, acogen al peregrino que llega al albergue u hospedería, y a otros peregrinos, que quieren participar de sus celebraciones litúrgicas, en la iglesia, o simplemente, decir una plegaria, ante el Sagrario de tan sacro templo, donde reposan los restos de Alfonso VI y seis de sus mujeres.

Cabe aquí, hacer mención especial, de la tradicional «bendición del peregrino», impartida por la M. Abadesa, al caer de la tarde, después de la celebración litúrgica de Vísperas. Es impresionante y conmovedor, ver a muchos peregrinos llorando, alrededor del altar, cuando están recibiendo esta bendición, y la pueden seguir, con la lectura del texto, en diversas lenguas. Muchos, piden llevárselo a su país de origen. Otros, verbalmente, dan las gracias a la comunidad presente allí, o dejan constancia de sus experiencias del camino y acogida, en el «Libro del huésped». Las monjas benedictinas agradecen a Dios, tan magnífico don, y a su padre San Benito, quien dedica un capítulo de la Regla a la acogida de los huéspedes, el haberles legado a ellas, a Sahagún, en este caso, y a toda la cristiandad occidental, doctrina tan sabia y actual. Dice el texto de la Regla, en el capítulo de los huéspedes que llegan al monasterio, entre otras muchas cosas, que se acoja en el huésped, al mismo Cristo. «Huésped fui y me hospedasteis». No hace falta mucha fe, para comprender la trascendencia histórica y espiritual de tan «Magna Regula».

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