Domingo XXII del tiempo ordinario

«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.» (Mc 7,1-8,14-15.21-23)

Posiblemente pocas cosas nos resultan más desagradables de algunas personas como notar que su conducta no responde a los sentimientos de su corazón. También hoy, como hace veinte siglos, podemos dar demasiada importancia a ciertas rutinas en el trato o en el comportamiento en general, que se supone son propias de personas educadas, honradas, trabajadoras, veraces, amantes de la libertad… Puede suceder, y a veces lamentablemente sucede, que nos quedemos casi solamente en cuidar las formas, desentendiéndonos de si esas actitudes nuestras manifiestan auténticas realidades personales. Es actual en el hombre el pecado de hipocresía; porque la autenticidad de cada uno, para bien o para mal, está en el corazón.

Lo verdaderamente importante en nuestra vida será tener una verdadera experiencia de Dios, de su amor, de su perdón. Y eso se verá reflejado en nuestro estilo de vida, en nuestra manera de vivir. Lo que cuenta de cada persona es su corazón, su actitud en la vida, y no tanto las palabras que, como dice el refrán, “se las lleva el viento”. Quizá podamos hacernos un pequeño examen, personal e interior, de cómo vivimos nosotros nuestra fe si nos fijamos en tres cosas: en nuestra manera de vivir, en nuestra manera de tratar a los demás y en nuestra manera de administrar nuestro dinero. Preguntarnos estas tres cosas nos ayudará a discernir si la fe está tocando nuestro corazón o no.

La Eucaristía ha de ser una experiencia de encuentro interior con Dios y exterior con los hermanos. Si no, será un rito vacío que no nos llevará a ningún sitio. Abramos el corazón, con confianza, con autenticidad, para que sea Dios el que entre en él y transforme nuestra vida. Lo que sale de dentro del corazón es lo que importa.

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