San Antonio Abad, fundador de la vida monástica.

El 17 de enero es la fiesta de San Antón Abad fundador de la vida monástica que tanto atrajo a los jóvenes de la época.

Nació el año 251, en una aldea del sur de Menfis, del Alto Egipto, de familia cristiana, pero iletrada, como lo fue él. A los veinte años heredó una gran fortuna a la muerte de sus padres y tuvo que cui­dar a su hermana menor. Un día, en la iglesia, oyó leer al diácono, las palabras del evangelio: «Ve, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y ten­drás un tesoro en los cielos» (Mt. 19,21) y, lo que no aceptó aquel joven a quien Jesús las dirigió, las puso en práctica Antonio, reservándose lo necesario para vivir.

Poco después volvió a oír: «No os preocupéis por el mañana» (Mt 6,34), y terminó de vender lo que aún poseía. Colocó a su hermana en una especie de monasterio femenino, y se retiró a vivir en un paraje, cercano a su pueblo, para vivir al estilo de otro anciano eremita; siguió a Cristo buscándole en la soledad escondido en un sepulcro, luego en la inmensa soledad de los desiertos.  Allí se puso a hablar con Dios. Y surgió la fecundidad, porque aquel hombre diminuto, como semilla sobre la tierra, llevaba la vida y la verdad.  A él acudían de todos lados los buscadores de Dios.

San Antón, como se le llama en España, ha sido y es santo de devoción extendida, que hoy perdura en muchos pueblos.

Durante la Edad Media su culto se difundió por Oriente y Occidente. San Atanasio, escribió su vida de autenticidad indudable, con la que hoy contamos para nuestra información. San Atanasio describe sus tentaciones famosas. El demonio le atacó primero con imaginaciones obscenas, y se le apareció él mismo en forma de mujer seductora y de negro amenazador. La oración, la mortificación y la vigilancia exquisita de los sentidos dieron al Santo la victoria. Conseguida ésta, se retiró todavía más al interior del desierto, donde un amigo le llevaba pan de vez en cuando. El demonio tornó de nuevo al ataque, ahora con gran aparato de ruidos, recurriendo también a su presencia visible y una vez le dio una paliza tan enorme, que su amigo lo encontró sin sentido. Al recobrarse, clamó al Señor: «¡Dios mío!, ¿dónde has estado este tiempo?» El Señor le contestó: «Siempre junto a ti».

Antonio era iletrado, pero sapientísimo. Ya lo había dicho Jesús: «Te alabo. Padre, porque ocultas­te estas cosas a los sabios y se las has revelado a los pequeños». Antonio  estaba tan lleno de sabiduría divina,  que su palabra todavía late en los escritos de los autores sobre la santidad.

Vida Penitente

Desde el año 272 hasta el 285, observó una vida penitente y retirada, aun­que no del todo solitaria, en las proximidades de la ciudad y aun dentro de ella. Sin embargo, en ese año San Antonio inaugura la vida completa de soledad, cruzando el Nilo y refugiándose, no en las cercanías de Koman, sino en lo alto de un monte, en el que pasó cerca de treinta años, sin ver más que a un hombre que le llevaba pan una vez cada seis meses. Comía seis onzas de pan mojadas en agua y algunos dátiles, una vez al día, al ponerse el sol. y fueron frecuentes las veces en que pasó tres y cuatro días sin probar bocado y a pesar de su austeridad, se mantenía tan fuerte y saludable que más de un extranjero le reconoció entre sus discípulos por la alegría del rostro.

Discípulos y monasterios

En efecto, le llovían muchas solicitudes, que le obligaron el año 305 a fundar varios monasterios, casi todos constituidos por celdas independientes, que visitaba de vez en cuando, lo que le ocasionó escrúpulos de conciencia por romper la soledad. Para visitarlos tenía que atravesar, y lo hacía tranquilamente, un río, infestado de cocodrilos: Podemos imaginarnos cuál sería la formación ascética y mortificada que daría a sus monjes. Sin embargo, insistía en que la perfección no consiste en la penitencia, sino en el amor. Les recalcaba el pensamiento de la muerte, haciéndoles imaginar que no terminarían el día o la noche. Hoy se puede decir que la gente cree que no hay más vida que ésta, en consecuencia hay que disfrutarla y procurar no morirse nunca, tal es la valoración que hacen de sus propios cuerpos. En el año 311 Antonio se presentó en la ciudad de Alejandría. Maximiano había recrudecido su persecución, y el Santo, con su túnica de pieles blancas, bajó a consolar a los posibles mártires. En cuanto renació la paz, volvió él a su monasterio, de donde salió para fundar otro monasterio, cerca del Nilo, aunque él siguió viviendo en su montaña. Allí continuó alternando el trabajo manual con la oración, hasta que el arrianismo le sacó otra vez de su Tebaida y le llevó a Alejandría, donde sus sermones y milagros convirtieron a muchos.

El fundador de la vida monástica

Antonio bajaba al desierto. Las ciudades se despoblaban y rebosaban las grutas y las ermitas. Surgió una nueva sociedad de hombres que seguían una forma de vida, aparentemente vie­ja, pero auténticamente original, la comunidad cristiana depurada, el programa del evangelio hecho carne. Aquellos primeros monjes vivían cantando al Señor y meditando, trabajando con sencillez y mortificando la carne, peleando con demonios y elevando a profesión la más bella caridad.  En aquellos desiertos se empezó a sistematizar el canto de los salmos según las horas del día y a leer la escritura distribuida en leccio­nes. Se estrenaba el oficio divino, y la meditación del evangelio a determinadas horas. La vida era durísima. Pan, agua y sal constituían la comida diaria; algunas verduras cocidas en agua la comida de invitados. Al ponerse el sol era la hora del refrigerio único, el pan se guardaba en agua más de seis meses, ¿aquello era comer? Se inventó la interrupción del sueño levantándose a cantar, se instituyó el cilicio perpetuo sobre la carne, se hizo de las pieles de animales el primer hábito y se descubrió que había un modo de trabajar elemental y sencillo, que consistía no en producir, como hoy decimos, sino en alabar al Señor tejiendo mimbres para esteras y cestas que se daban a los pobres. Y todo en fraternidad en que aprendieron por fin los hombres el arte de ser humildes y de ser sinceros, en fraternidad y sumisión al superior que era abad, es decir padre. Y todo batallando perpetua­mente con demonios de toda especie, que convertían el desierto y después los monasterios y los conventos en auténticas palestras. Había nacido la vida religiosa. Sólo faltaba su proyección social. Antonio se la dio y acudía a Alejandría cuando el obispo le llamaba. Unas veces para exhortar al marti­rio -eran los tiempos de Maximiano-, otras para discutir con los filósofos paganos, o para increpar a los primeros arrianos y otros herejes, también para escribir a Constantino, el primer emperador cristiano, y siempre para volverse a su “palacio” con aquellos príncipes del amor que con el tiempo iban a extender su invento por Oriente y Occidente. Heráclides, Isidro, Pablo, Basilio, Gregorio, Casiano.

Maestro de santidad

Fue San Atanasio, su más glorioso biógrafo, quien nos dejó ordenada la límpida corriente de su doctrina de abad, aquel pan de cielo que él partía con cientos de hijos, allá cuando el sol se ponía en lontananza y aullaban los chacales del desierto. Los temas elemen­tales de aquella soberana pedagogía se reducían a tres; modo fuerte de luchar contra los demonios, un modo sencillísimo de hacer el servicio de Dios y una sólida interpretación de esta vida como espera y palenque. Su arte de pelear, su estrategia divina es extensa y escasa en normas, reglas y consejos. Afirma que los demonios combaten a los monjes, cosa que no hacen con los mundanos. La oración y el ayuno de que habló el Señor son las armas invencibles, pero él añade por su cuenta otras dos ingenuas, encantadoras, infantiles, Antonio escupe al demonio cuando éste se le presenta, Le ahuyenta con la señal de la cruz. Podemos creer que a él se debe desde entonces la costumbre de hacer la señal de la cruz y creer en su eficacia. Buen invento que sólo pudo hacer un niño o un ángel. Antonio inculca sin cesar a los monjes que ellos son los siervos del Señor. Su vida monacal es su servicio, servicio pues el canto de los salmos a hora prima y a hora tercia, servicio, la penitencia y la abstinencia, servicio la lección y el trabajo humilde de los cestos. Servicio y es­pera de la vida eterna. Aquí es donde Antonio trasciende y explica lo que a nosotros se nos hace tan inexplicable: aquella manera de vivir. Antonio no cesa de inculcar que la vida es breve y la eternidad es sin fin, que las cosas de abajo son pequeñas si se las compara con las de arriba y que la hora del paso, de la cita con Dios, de la hermosa muerte, es incierta, lo que obliga a estar siempre en espera, en tensión siempre.

La alegría del espíritu

Su austeridad extrema puede inducirnos a creer en la doctrina y ejemplo de un hombre pesimista que nos vino a amargar la existencia. Sin embargo no es así. Una mina deliciosa de optimismo encontramos en la doctrina de Antonio. El gran penitente habla poco de pecados y mucho de la bondad de nuestra alma. “Su integridad principal, nos dice, no ha sido manchada nunca por nada.” Dios no hace nada mal hecho, somos buenos y nuestro deber está en guardar el alma buena que el Creador nos dio. Es tal el optimismo de este santo tan duro, que al llegar a mencionar a sus enemigos más terribles, los demonios, contra los que nunca cesó de luchar, insiste en que ellos no son malos por naturaleza sino por su voluntad. ¿Habría leído Juan Jacobo Rouseau estas animosas palabras del santo que no se fue a la Arcadia sino al desierto a hacer penitencia? Antonio pide y enseña sin cesar, que es menester conservar la santa “laetitia”, esa divina alegría sin la cual la virtud y dureza de sus hombres no será ni buen servicio al Dios que nos hizo buenos, ni buena espera de un cielo, que por ser también bueno, hay que saber esperarlo alegre­mente. Frente a la angustia de los tiempos modernos, que son los tiempos blandos, ¡cómo conforta encontrar en Antonio la armonía y alianza de las dos posiciones contrarias a lo nuestro, la dureza y la alegría!.

Su muerte

A los ciento cinco años, conociendo su fin próximo, repartió su herencia, enviando una túnica de piel de cordero a San Atanasio, como símbolo de la unidad de su fe con el campeón de la Santísima Trinidad, y otra al obispo Serapión. La historia de los símbolos con que es representado San Antón es muy variada.

Suele representársele con un báculo en forma de cruz, por su dignidad abacial, o como recuerdo del signo que tanto usó para rechazar al demonio, o con la campanilla, un cerdito o un libro, y alguna vez con unas llamas. El simbolismo del libro se refiere al de la naturaleza que decía leer, o a las reglas de los monjes, aunque no escribió ninguna. El cerdito ha dado lugar a una evolución curiosa. Al principio, representaba al demonio y las tentaciones impuras con las que le acometió, pero en el siglo XII se consideró al cerdo animal relacionado con el Santo, por los cerdos que se vendían para dar limosnas a los pobres. Se les ponía un cascabel en la nariz y se los alimentaba gratuitamente por las casas donde se metían, y así se llegó a la protección sobre los animales. A San Antonio Abad se le cita en el canón de las liturgias bizantina, copta y armenia. Antonio tenía noventa años, ya era hora para esperar al Señor. Huyendo de la fama se había retirado con los dos discípulos predilectos, Amato y Macario, a lo más profundo del desierto. Allí va a morir a los ciento cinco años y despidiéndose de ellos expiró dulcemente, el 17 de enero del año 356, dejando en testamento que le entierren donde nadie pueda saberlo, «ya me verán, dijo sonriendo, el día en que mi cuerpo resucite para siempre».

Démosle las gracias por su vida y por su obra tan fructífera en el tiempo.

 

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