Esta mañana

Esta mañana,  cuando me he levantado, lo he vuelto a notar. Apenas eran las siete de la mañana y tú ya llevabas un buen rato rezando para que a mí me fuera bien el día. Siempre lo haces, rezas por mí, por tu madre, por tus hermanas, por tus amigos, por los amigos de otros, por las madres de otros, por todos, y nunca pides nada para ti. Me maravilla.

¿De dónde sacas tanta fuerza? ¿Cómo consigues esa energía para rezar cada día con más ánimo? ¿Y para entregar tu trabajo, sencillo y discreto, con ilusión desbordante?

Sonríes, con discreción, pero siempre sonríes. Creo que es porque eres feliz.

Es una felicidad que no alcanzo a comprender del todo. Mientras yo naufrago en un vaso de agua, porque no pude hacer eso que tanto me apetecía, o comprarme los zapatos que no necesitaba, tú no borras de tus labios ese gesto de eterno agradecimiento. Y todo lo que tienes por tuyo es un hábito, una toca y el crucifijo que decora tu habitación desierta. Pero lo que te mantiene es una fe que todo lo puede.

¿Tan fuerte fue esa llamada que sentiste cuando Él te eligió para que le entregaras tu vida? ¿Tan indeleble es el pacto que sellaste con Cristo que no hay día en que te falte el aliento para seguir rezando? ¿Tan grande es tu vocación que, desde las cuatro paredes de tu convento, tienes lágrimas también para los que viven a miles de kilómetros de distancia?

No te lo voy a negar, a veces te envidio. Tu fe, inamovible; tu valentía, intachable; tu sacrificio, infinito; tu amor, inconmesurable. Pienso en ti muchas veces.

¿Cómo eras el día en que Dios te llamó?

Por lo que me han contado, tenías algo muy especial que no se percibía a simple vista, algo que te hacía estar inquieta, y es que tu alma era tan grande que sólo con Él descansaría. Pero en lo exterior, en muy poco te diferenciabas del resto de las chicas de tu edad. Veintitantos ya avanzados. Joven, muy guapa, con un tipazo que era la envidia de tus amigas. Tu carrera profesional, después de tantos años encerrada estudiando, a punto de empezar, toda una vida por delante. Un novio estupendo, quizá una boda a la vuelta de la esquina. Tus amigos te adoraban, estaban entusiasmados con tu carácter, siempre fuerte, siempre firme, y siempre marcado por los principios que regían tu vida. Nunca se te cayeron los anillos, a la hora de llevar unos bocadillos a los que no tienen techo, o de ayudar a una familia de inmigrantes y darles todos tus ahorros. Eras especial; por eso Dios te eligió.

¿Cómo fue el día en que decidiste cambiar los vaqueros por el hábito? ¿Qué sentiste cuando le dijiste adiós a tu melena para ocultarte para siempre bajo una toca? Y ahora, ¿cómo superas los días en los que echas de menos un paseo por el Retiro con un helado de vainilla, una tarde en el cine o un café con tus amigas?

Me lo imagino, es Él el que te echa una mano y vuelve a dibujar esa sonrisa tenue que te caracteriza. Él te impulsa para rezar hoy también por todos, por los que conoces y los que no, por los que lo merecen y los que no mereceríamos ni un Padrenuestro.

Esta mañana, cuando me he levantado, he notado lo mismo que muchos días, una fuerza sensacional que me ha echado una mano cada vez que me he caído. Es Dios, que está muy al tanto, y mi ángel de la guarda, al que tengo ocupadísimo y con serios quebraderos de cabeza.

¿Quién les ha llamado? ¿Has sido tú, verdad?

Sí, esta mañana, mientras yo dormía, en tu oración de las seis. Es curioso, ahora soy yo la que tengo la sonrisa dibujada en los labios. Ahora noto que tengo a Jesús sentado a mi lado, que la suerte me acompaña, que no hay agua suficiente en ningún vaso como para hundirme y que tengo que darte las gracias por rezar por mí cada minuto.

Así que, gracias.

Hoy, yo también quiero rezar por ti.

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