
rancisco y a nuestro obispo Julián, al Arciprestazgo de Tierra de Campos.
rancisco y a nuestro obispo Julián, al Arciprestazgo de Tierra de Campos.Los días 6 a 8 de diciembre organizamos el
III Encuentro de Oración y Vida en nuestro monasterio.
Si eres una joven con vocación acompáñanos estos días, comparte con nosotras,…
Te esperamos.

«No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos» Lucas 20, 27-38
“Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará”. Estas palabras que se proclaman en la primera lectura de la misa de hoy (2 Mac 7, 1-2. 9-14) son una auténtica confesión de fe. Son pronunciadas por uno de los jóvenes macabeos que fueron martirizados por Antíoco IV Epífanes por negarse a abandonar su fe. Estas palabras son interesantes desde el punto de vísta de la ética social. Podrían ser invocadas hoy para resumir nuestras convicciones sobre la libertad religiosa. Nadie puede ser obligado a creer y a practicar una religión. Pero nadie ha de ser obligado a renegar de su fe y abandonar sus prácticas religiosas o los símbolos que las recogen y significan. Pero, además, estas palabras son importantes desde el punto de vista del contenido mismo de la fe. El pueblo de Israel pensó durante mucho tiempo que el camino de la persona termina con la muerte. Muy lentamente se fue abriendo paso la admisión de la justicia de Dios en el más allá y la creencia en la resurrección.
La afirmacion de la resurrección de los muertos adquiere su firmeza en una época de persecución. A los que han dado la última prueba de su fidelidad, Dios no puede menos de mostrarse fiel. Él no puede ser menos generoso que el hombre. A quien ha entregado la vida por Él, Dios le devolverá una vida resucitada.
VIDA TEMPORAL Y VIDA ETERNA
Pues bien, el evangelio recuerda la pregunta que dirigen a Jesús los saduceos, tan vinculados al culto en el Templo de Jerusalén. Cuentan a Jesús una inverosímil historia que nos recuerda la que se nos narra a propósito de Sara, la esposa de Tobías (Tob 7,11) y la prescripción de la ley del Levirato (Deut 25,5). En la mente de los saduceos, la fe en la resurrección futura es ya una complicación para la vida presente. Si es que existe la resurrección, cuando vuelvan a la vida sus siete maridos, ¿de quién será esposa la mujer que se fue casando sucesivamente con todos ellos? Esa es la pregunta. La respuesta de Jesús contrapone la vida temporal y la vida eterna. El matrimonio y la reproducción de la vida reflejan la necesidad impuesta por la muerte. Pero la vida futura, libre ya de la muerte, no impone la necesidad del matrimonio. En la respuesta de Jesús sobresale, por tanto, el mensaje de la fe. Los que sean dignos de la vida eterna son como ángeles: son hijos de Dios y participan en la resurrección.
AMOR Y CONFIANZA
Es interesante ver cómo el evangelio fundamenta la fe en la resurreccion sobre la revelacion de Dios a Moisés. El guía de Israel lo ha percibido como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”. En ese contexto se sitúan las palabras con las que concluye Jesús su respuesta.
• “No es Dios de muertos, sino de vivos”. La suerte del hombre depende de la afirmación de Dios. La pregunta sobre el ser humano y su destino difícilmente encontrará respuesta si se ignora a Dios. Dios nos ha creado para la vida. Para la vida que brota de él y que culminá en él.
• “Para Dios todos están vivos”. Cuando amamos a una persona querríamos mantenerla en vida. Hasta los ritos funerarios reflejan este anhelo. Pero lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. Dios es amor. Y el amor es más fuerte que la muerte. Dios nos ha creado por amor y su amor nos mantiene en vida para siempre junto a Él.
– Padre nuestro que estás en el cielo, tú conoces nuestro amor a la vida y nuestro anhelo de vivir para siempre. En tí esperamos y en tu amor confiamos. Adoctrinados por Jesús, en tus manos encomendamos nuestro espíritu. Amén.
José-Román Flecha Andrés
TU ERES LA VIDA, SEÑOR
Aunque nos digan que estás muerto
Aunque parezca difícil entender nuestro final feliz.
Porque Tú saliste victorioso
Porque tus palabras eran y son eternas
Gracias por tu amor
Gracias por tu presencia
Gracias por tus promesas
Ante la muerte, eres vida
Ante la tristeza, eres alegría
Ante la duda, eres la fe.
Cuando un único hombre alcanza la plenitud del amor,
neutraliza el odio de varios.
“El hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (LUCAS 19, 1-10)
“Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan… A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”. El autor del libro de la Sabiduría sabe que el Señor nos recuerda nuestro pecado, no para avergonzarnos sino para que nos convirtamos a Él. (Sab 11, 22-12,2).
Es importante subrayar las dos caras de la moneda. En primer lugar, desconfiar de la misericordia y del perdón de Dios sería una señal de que no lo conocemos bien. Su poder no se manifiesta en el rechazo, sino en el perdón. Él no odia nada de lo que ha creado. Y menos puede odiar al ser humano, al que ha creado a su imagen.
En segundo lugar, confiar en el perdón de Dios no puede hacernos olvidar la gravedad del pecado. Esta dramática realidad no puede ser trivializada. El pecado es nuestra propia ruina. Por eso, el Dios que nos ama nos corrige poco a poco, nos recuerda nuestra falta y nos reprende para que nos convirtamos a él.
Tres momentos y un camino
El evangelio según San Lucas presta una atención especial a los pobres y al dinero. En el evangelio que hoy se proclama aparece la figura de Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos y rico (Lc 19, 1-10). El primer acto nos dice que desea ver a Jesús que llega a la ciudad de Jericó. Pero su baja estatura le impide descubrirlo por encima de la multitud.
El segundo acto se desarrolla posiblemente a la entrada de la ciudad. Para superar la dificultad, Zaqueo se adelanta a la gente y sube a un sicómoro, una especie de higuera de madera incorruptible. Seguramente se cree protegido por las hojas de aquel árbol, como lo creía Adán. Pero Jesús lo descubre y se invita a alojarse en la casa.
El tercer acto del relato nos lleva a la casa de Zaqueo. La alegre acogida que presta al Maestro suscita la murmuración de algunos. Pero Zaqueo se sitúa por encima de las críticas. Reconoce en público su pecado, promete compartir sus bienes con los pobres y restituir cuatro veces más de lo que ha podido adquirir injustamente.
Este relato es un resumen del evangelio. Los pasos de Zaqueo son los mismos que ha de recorrer el creyente en el camino de la fe y la conversión: desear encontrarse con Jesús, acogerlo en la propia casa, confesar el propio pecado y prometer un futuro de generosidad.
Tres revelaciones
Pero junto a estos momentos, el texto evangélico recoge tres declaraciones de Jesús en casa de Zaqueo que resumen la misión del Mesías: • “Hoy ha sido la salvación de esta casa”. Jesús es el Salvador. Con ese nombre lo había anunciado el evangelio de Lucas (Lc 1,31).
Jesús no desprecia el mal ni quita importancia al pecado de injusticia que haya podido cometer Zaqueo. Pero no llega a la casa del pecador para reprenderle sino para traerle la salvación.
• “También éste es hijo de Abrahán”. El mismo evangelio de Lucas ha dicho que, tras su muerte, el pobre Lázaro es acogido en la compañía de Abrahán (Lc 16,22). Por su conversión, también el rico Zaqueo forma parte de la familia espiritual de Abrahán, el padre de los creyentes.
• “El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”. Evocando una oveja, una moneda y un hijo que se va de casa, el evangelio de Lucas ha recogido las tres parábolas de las pérdidas, la búsqueda y el hallazgo (Lc 15). Ahora sabemos que la búsqueda del hombre perdido resume la misión misma de Jesús.
Señor Jesús, tú conoces nuestra historia y el fondo de nuestra conciencia. Ayúdanos a salir a tu encuentro y acogerte con alegría. Acepta nuestra humilde confesión y danos el gozo de la salvación que tan generosamente nos concedes. Amén.
José-Román Flecha Andrés
Jesús, Zaqueo quería distinguirte, verte,
pero la gente se lo impedía.
¿Sabes, Jesús?,
Eso mismo me pasa a mi muchas veces.
Hay humanos que me impide verte.
No puedo verte en esa multitud frívola.
Entre tanto jaleo, en el que estoy metido,
no hay medio para poder verte…
Jesús, me tapan los ojos y no te veo…
Jesús, me tendría que subir como Zaqueo y
escapar de tanta gente que impiden verte.
Abajo, a ras de tierra, no se te ve.
Jesús, quiero subir, para poder verte.
Subir al árbol de la oración donde se te ve.
Subir al árbol de tu Palabra, donde se te oye.
Subir al árbol de Sacramentos, donde estás.
Tengo que subir y también bajar para poderte HOSPEDAR.
Amén.
Durante los últimos meses hemos celebrado los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II. Cuando preguntamos a algunos católicos qué supuso aquella gran asamblea conciliar, son muchos los que sólo saben referirse a la celebración de la misa en la lengua popular, o poco más. Es como si el Concilio solamente se hubiera preocupado de la liturgia.
Y no es verdad. El Concilio habló de la Iglesia, tal como es y como debería ser. Y habló también del mundo de hoy, con sus adelantos y sus fracasos. Habló de la vocación y de la misión del cristiano. Habló también de la dignidad y de la responsabilidad del hombre. Y habló de sus gozos, de sus esperanzas y de sus temores.
Entre ellos, mencionó el temor que nos atenaza ante la muerte. Así se expresa la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo” (GS 18).
En este mismo contexto, el Concilio reconocía que las ciencias y las técnicas modernas han logrado vencer muchas enfermedades y alargar notablemente la vida humana. Pero reconocía que estos esfuerzos no pueden calmar esta ansiedad del hombre. En el fondo de su corazón bulle la pregunta por el más allá de la muerte y el deseo de una supervivencia más allá del tiempo.
Ante ese paredón de la muerte y el misterio que oculta a nuestros ojos, ¿qué puede ofrecer la fe cristiana? El Concilio recuerda que, iluminada por la revelación divina, la Iglesia “afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre”.
Como sabemos, la Biblia nos dice que la muerte, fruto del pecado, ha sido vencida por el amor de Dios, que nos llama a vivir con él para siempre. Con su resurrección, Jesucristo nos ha liberado de la muerte con su propia muerte en la cruz. Con razón podemos cantar y preguntar: ¿Dónde está muerte tu aguijón?
La fe no libra a nuestra barca del golpetazo de las olas. Pero nos señala el puerto al que nos dirigimos y nos indica la ruta que hemos de seguir. Según el Concilio, “la fe responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre”. Al mismo tiempo, la fe nos asegura que nuestros seres queridos, ya difuntos han entrado ya en la vida verdadera. Y finalmente, nos ofrece la posibilidad de permanecer unidos a ellos gracias a ese amor, que, siendo don del Dios eterno, es más fuerte que la misma muerte (GS 18).
José-Román Flecha Andrés -Diario de León 2. 11. 2013Dejad que el grano se muera
y venga el tiempo oportuno:
dará cien granos por uno
la espiga de primavera.
Mirad que es dulce la espera
cuando los signos son ciertos;
tened los ojos abiertos
y el corazón consolado;
si Cristo ha resucitado,
¡resucitarán los muertos!
Amén.
La Iglesia Católica, ya desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto y las honras fúnebres que siempre les ha tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas.
Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres.
Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea, Nicodemo y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro.
En las actas del martirio de San Pancracio se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos”; y el cuerpo de Santa Cecilia apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas.
Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los difuntos, también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. Esto se ve claro especialmente en la veneración que desde la época de los primeros cristianos se profesó hacia los sepulcros: se esparcían flores sobre ellos y se hacían libaciones de perfumes sobre las tumbas de los seres queridos.
Las catacumbas
En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones,los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra. Y así comenzaron las catacumbas. Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe.
Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia. Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.
Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución.
Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen.
Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo V, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.
Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires; en realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos. Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada.
En efecto: en la mente de los primeros cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba parte de las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatifica gozaba desde el momento mismo de su muerte: ¿qué mejores protectores que estos amigos de Dios?
Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos.
Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus difuntos podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires.
Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del difunto, sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo.
Así fue como las basílicas e iglesias, en general, llegaron a constituirse en verdaderos cementerios, lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas.
Funerales y sepultura
Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos difuntos.
De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme en su voluntad de honrarlos.
Y así se estableció que, antes de ser enterrado, el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Santa Misa en sufragio suyo.
Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. IV y de la que San Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre Santa Mónica en sus Confesiones, se ha mantenido hasta nuestros días.
San Agustín también explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: “Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los difuntos, creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna” (De cura pro mortuisgerenda, 3 y 4).
Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus depósitos espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus difuntos, tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó San Agustín sacrificiumpretiinostri, el sacrifico de nuestro rescate.
Ya en tiempos de San Ignacio de Antioquia y de San Policarpo se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires.
Los difuntos en la liturgia
Por otra parte, ya desde el s. III es cosa común a todas las liturgias la memoria de los difuntos.
Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria —memento— de los difuntos.
Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta a todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias.
La Iglesia hoy en día recuerda de manera especial a sus hijos difuntos durante el mes de noviembre, en el que destacan la “Conmemoración de todos los Fieles Difuntos”, el día 2 de noviembre, especialmente dedicada a su recuerdo y el sufragio por sus almas; y la “Festividad de todos los Santos”, el día 1 de ese mes, en que se celebra la llegada al cielo de todos aquellos santos que, sin haber adquirido fama por su santidad en esta vida, alcanzaron el premio eterno, entre los que se encuentran la inmensa mayoría de los primeros cristianos.
Quiero ser Santo, SeñorCon mi palabra, comprensiva y dulce.
Con mis obras, para todos y sin compensación.
Con mi fe, fuerte y valiente.
Si Tú me ayudas, lo intentaré.
Si Tú me aconsejas, te seguiré.
Ti Tú me guías, no me apartaré de Ti.
Iluminando con tu luz,
Siendo alegre con tu Evangelio,
Portando esperanza con tu Palabra,
Llevando ánimo con tu Espíritu.
Siendo feliz y llevando felicidad,
Amando y dejándome amar,
Perdonando y admitiendo el perdón,
Rezando y no olvidándome de Ti.
En Televisión Española «Un país para comérselo»
El lunes 28 de octubre el programa televisivo «Un país para comérselo» en su recorrido por nuestras tierras leonesas, cuando llegaron a Sahagún hicieron un alto en nuestro Monasterio de Santa Cruz. Se interesaron por nuestro patrimonio histórico, el museo de arte sacro del que somos depositarias y la elaboración de nuestros famosos «amarguillos», la actriz Ana Duato estaba muy interesada de que descubriéramos nuestra receta tradicional, algo que no logró, pues consideramos que es un patrimonio transmitido por nuestras antecesoras, a las que debemos respetar. Abrimos las puertas de nuestro Monasterio con sumo gusto a este programa que es ventana para muchos, pues es un acto testimonial de la vida contemplativa y el trabajo callado, así como la disponibilidad al peregrino del camino de Santiago y de todo aquel que desee visitarnos.
En el periódico el «Diario de León»
El miércoles 30 de octubre el Diario de León otorga su premio anual a nuestro Monasterio de Santa Cruz, por nuestra trayectoria durante años, colaborando al mantenimiento del patrimonio histórico artístico y cultural y la atención que dispensamos a los visitadores; a la labor de atención gratuita a los peregrinos del Camino de Santiago en nuestro albergue, que según nos han comunicado por parte de este Diario, dejan registrados sus comentarios favorables sobre la atención recibida. Y por ser parte integrada en esta comarca donde sus moradores nos ven como algo muy suyo, donde nuestra Comunidad goza de su cariño y respeto a través de los siglos. Este premio se lo brindamos a nuestros paisanos y amigos que no dejan de apoyarnos y alentarnos.
«¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador»
(Lc 18, 9-14)
Este domingo Jesús de Nazaret nos muestra el modo de orar: hay que entregar a Dios nuestra alma y todos nuestros sentimientos desde la humildad, desde el más sincero arrepentimiento. Hemos de rezar para el Señor, no para los otros, para que ellos admiren nuestra “gran” piedad o nuestra condición de buenísimos cristianos. Es el publicano quien con el corazón roto por el peso de sus culpas pide humildemente perdón a Dios. El fariseo, por el contrario, pretende que Dios le admire y que, incluso, le dé algunas palmaditas en la espalda por lo bueno que es… No nos equivoquemos, llevemos nuestra petición de perdón hasta los pies del Señor, sabiéndonos frágiles y pecadores.
«Enaltece a los humildes y humilla a los soberbios
para que vean Tu luz y se encuentren»
Yo sí soy así, Señor
Quiero hacer oración y me distraigo enseguida
Digo alabarte, y me miro a mi mismo
Digo quererte, y me quiero demasiado a mí
Digo complacerte, y busco mi interés
Quiero seguirte, y voy detrás de tus enemigos
Quiero escucharte, y poco después lo olvido todo.
Quiero corregirme, y caigo en el defecto de ser juez
Quiero adorarte, y me cuesta ponerme de rodillas
Dame humildad para reconocer mis fallos
Fortaleza para hacerles frente
Gratitud para agradecer lo mucho que por mí haces.
Amén
Estos días atrás moría sor María, en nuestro monasterio Santa Cruz de Sahagún. La trayectoria de su dilatada vida ha sido la de una testigo fiel, llevó junto a sus hermanas una vida de entrega en la oración y el trabajo callado, camino de la regla benedictina, pero su funeral fue toda una sorpresa, pues más que funeral parecía una solemne Eucaristía Festiva, pues el Espíritu congregó en su nombre una gran Asamblea, desde madres abadesas y monjas de otras comunidades, sacerdotes, miembros de la alcaldía, amigos, conocidos y fieles en general. Y es que había un trasfondo coincidente, pues se celebraba el XLVII Aniversario de su solemne profesión de votos, aquí en la Tierra y especialmente en el Cielo, era «La Pascua de sor María».
En este Año de la Fe son muchos los testimonios que nos impactan y hacen que nos paremos a pensar ¿qué hago yo aquí y qué vida de entrega llevo y qué clase de cristiano soy? Testimonios como estos son los que deben ser conocidos como contrapunto de tanta basura que se vierte encumbrando a personajes nefastos.
Pidamos en nuestras pobres oraciones que haya muchas sor Marías que multipliquen a las Comunidades Benedictinas, semillero de gracias para los hijos pródigos.