Los villancicos se remontan al Siglo V. cuando se compusieron cantos populares referentes al misterio de la Encarnación con inspiración en la teología y liturgia de Navidad. De esta manera se buscaba llevar la Buena Nueva a los aldeanos y campesinos que no sabían leer.
Se llamaba «villanus» al aldeano y con el tiempo el nombre cambió a «villancicos». Estos cantos se caracterizan por el tono sensible e ingenuo de sus letras y de sus melodías que hacen referencia a los sentimientos de la Virgen y de los pastores ante la decisión de Dios de hacerse hombre.
Cantar villancicos es un modo de demostrar la alegría y gratitud a Jesús y escucharlos ayuda a la preparación del corazón para el acontecimiento de la Navidad.
Más adelante, en el S. XIII, el humilde San Francisco de Asís y sus discípulos propagaron la práctica de los “belenes” en templos y casas.
En la Navidad de 1223, el Santo hizo una representación viviente del Nacimiento de Jesús. Para ello preparó un establo e invitó a las personas del pueblo a hacer una representación real con pesebre y animales de verdad.
A esta actividad le llamó “crèche”, que significa “cuna” en francés, y fue vista por hombres, mujeres y niños que se acercaron a ver la bellísima obra con sus antorchas encendidas. La idea gustó muchísimo y se empezaron a hacer representaciones en toda Italia.
En los siglos XIV y XV, en Nápoles, se hicieron las primeras figuras que representaban el nacimiento del Niño Dios. Posteriormente, con la llegada a América de los primeros misioneros, estas tradiciones se extendieron más.
Hoy, en las casas cristianas, se sigue escogiendo un rincón especial y se colocan las figuras del pesebre, dejándose un espacio entre José y María para poner al niño el 25 de diciembre, generalmente a las 00:00 horas.
Los pesebres vivientes o materiales son una invitación a reflexionar sobre la pobreza de la Sagrada Familia que nos llama a imitarle en auténtica sencillez evangélica, renunciando a los apegos materiales.