EPIFANÍA DEL SEÑOR

Homilía del Papa Francisco este miércoles 6 de enero, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, presidiendo la Santa Misa en la Basílica Vaticana.

Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan a salir; a salir de nuestras clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32). Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».

Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni tampoco una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. No hay otro camino. La misión es su vocación. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.

Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una prueba viva de que las semillas de verdad están presentes en todas partes, porque son un don del Creador que llama a todos para que lo reconozcan como Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya no hay distinción de raza, lengua y cultura: en ese Niño, toda la humanidad encuentra su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se reconozca y venga a la luz con más claridad el deseo de Dios que anida en cada uno. Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el «corazón inquieto», haciéndose preguntas que no encuentran respuestas seguras. También ellos están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.

¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos han seguido una distinta, nueva, mucho más brillante para ellos. Durante mucho tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo buscando una respuesta a sus preguntas y, al final, la luz apareció. Aquella estrella los cambió. Les hizo olvidar los intereses cotidianos, y se pusieron de prisa en camino. Prestaron atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a seguir aquella luz; y ella los guió hasta que en una pobre casa de Belén encontraron al Rey de los Judíos.

Todo esto encierra una enseñanza para nosotros. Hoy será bueno que nos repitamos la pregunta de los Magos: « ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2). Nos sentimos urgidos, sobre todo en un momento como el actual, a escrutar los signos que Dios nos ofrece, sabiendo que debemos esforzarnos para descifrarlos y comprender así su voluntad. Estamos llamados a ir a Belén para encontrar al Niño y a su Madre. Sigamos la luz que Dios nos da. La luz que proviene del rostro de Cristo, lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él, adorémoslo con todo el corazón, y ofrezcámosle nuestros dones: nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. Reconozcamos que la verdadera sabiduría se esconde en el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde encuentra su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa luz que atrae a sí a todas las personas y guía a los pueblos por el camino de la paz.

En su mensaje tras el ángelus en la festividad de la Epifanía del Señor, el Santo Padre ha señalado que los tres Reyes enseñan a reconocer “la majestad en la humildad”. 

El Papa Francisco afirmó hoy durante el Ángelus por la fiesta de la Epifanía que la experiencia de los tres Reyes Magos “exhorta a no conformarnos con la mediocridad” y a “buscar el sentido de las cosas”.

“La experiencia de los Magos nos exhorta a no conformarnos con la mediocridad, a no vivir tirando del mejor modo, sino a buscar el sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida”, señaló Bergoglio desde la ventana del apartamento apostólico.

Y añadió: “Nos enseña a no escandalizarnos ante lo minúsculo y lo pobre, sino a reconocer la majestad en la humildad, a saber arrodillarnos ante ella”.

Francisco señaló que los Reyes Magos eran “hombres prestigiosos, de regiones lejanas y culturas diferentes que emprendieron el camino hacia la tierra de Israel para adorar al rey nacido”.

“La Iglesia siempre ha visto en ellos la imagen de la humanidad entera y con la celebración de la Epifanía quiere casi guiar respetuosamente a cada hombre y a cada mujer de este mundo hacia el Niño, que nació para salvar a todos”, explicó.

El pontífice refirió que el nacimiento de Cristo atrajo a los pastores, “hombres humildes y despreciados” que acudieron en primer lugar al pesebre, y a los reyes, todos ellos unidos por “un aspecto común: el cielo”.

“Los pastores y los Magos nos enseñan que para hallar a Jesús es necesario levantar la mirada hacia el cielo, no estar encerrados en nosotros mismos sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios”, consideró.

En la plaza de San Pedro le escuchaban cientos de fieles y turistas que participaron en la tradicional cabalgata de los Reyes Magos, que tuvo lugar en la vía della Conciliazione, que une Roma con el Vaticano.

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Si la fiesta de Navidad está ya llena de contrastes de la visión total del misterio, pues Aquel mismo que considera en el pesebre, se le aparece llevando sobre sus hombros las insignias del poder; esto se acentúa más en la fiesta de la Epifanía.

Al fin y al cabo el objeto de la fiesta de Navidad, de origen occidental, romano concretamente, es único y claro como su mismo nombre latino: “Nativitas”. En cambio, en la Epifanía no sólo el nombre griego de esta fiesta – aparecida en Oriente – es misterioso, sino que su mismo objeto es complejo. No es extraño que si Navidad para muchos no pasa de ser una feliz nochebuena con cánticos al Niño Jesús, Epifanía quede reducida a “la fiesta de los Reyes”.

Con todo, fundamentalmente, Navidad y Epifanía celebran un mismo hecho: el advenimiento de Dios en este mundo; solo que la primera de estas festividades lo celebra sobre todo bajo el punto de vista histórico, y la segunda bajo el punto de vista teológico e ideológico. Cuando, a fines del siglo IV, Roma aceptó la fiesta oriental del 6 de enero y el Oriente la romana del 25 de diciembre, ambas pudieron conservar su propio carácter y se completaron mutuamente.

Epifanía representa el desarrollo completo del misterio de Navidad. “El que aquel día nació de la Virgen – dice San León -, hoy ha sido reconocido por el mundo entero”. Dios ha aparecido en el mundo no solamente tomando carne mortal, sino manifestándose a los hombres, mostrando sus obras y su poder, y tomando posesión de su: Pueblo al modo que los antiguos reyes la tomaban solemnemente de sus ciudades. Todo esto ha significado en el decurso del tiempo la palabra epifanía – o más tarde teofanía – y algo de esto se encuentra en la rica liturgia de esta festividad. En la adoración de los Magos han visto todos los Santos Padres la manifestación de Cristo a los paganos y al mundo en general, en el milagro de las Bodas de Caná la manifestación de su poder y en el Bautismo del Jordán, la purificación y toma de posesión de su Iglesia y de cada una de las almas.

Este es el triple misterio de la Epifanía, que resume admirablemente la antífona del Benedictus de la fiesta que, al mismo tiempo, nos hace ver la vida sacramental de la Iglesia: “Hoy la Iglesia se ha unido al Esposo celestial, pues en el Jordán Él la lavó de sus crímenes. Los Magos corren con sus presentes a las nupcias reales y los invitados se regocijan del agua convertida en vino”.

En esta antífona se nos presenta la aparición de Dios en el mundo bajo el símbolo nupcial, tan usado en el Antiguo y Nuevo Testamento para expresar la unión de Dios con su pueblo. Yavé es el esposo; el pueblo de Israel, la esposa. Cristo el esposo, y la Iglesia la esposa. La esposa de Yavé fue infiel y, por lo tanto, repudiada por Dios. La esposa de Cristo, lavada de sus iniquidades en el Jordán – bautismo – como reina, sin arruga ni mancilla, avanza con los Magos, que son sus primicias, hacia el convite real que le prepara su esposo, y se sienta a su lado en la mesa, donde se alimenta de su cuerpo y se llena de gozo con el vino de su sangre. Todavía quedaba subrayada esta idea de las nupcias reales en la Eucaristía con el milagro de la multiplicación del pan y de los peces, que durante muchos siglos se conmemoraba asimismo el día de la Epifanía.

Dios, que como esposo divino sale de los tálamos eternos para darse a conocer a la humanidad con su presencia, con su poder y con su gracia sacramental, con la cual penetra en lo más profundo del alma, a la que se une más íntimamente que el esposo a la esposa, encarnándose en cierto modo en ella. Esta unión y transformación son el último desplegamiento de la gracia de Navidad.

No basta celebrar Navidad con alegría, entusiasmo y fervor. Para sacar todas las consecuencias del misterio, hay que vivirlo en lo más íntimo del corazón, meditándolo, revolviéndolo, como lo hacía María en estos días: “María, nos dice San Lucas, conservaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón”. Como lo hace la Iglesia, que a medida que va alejándose de la festividad parece descubrir más profundas y nuevas perspectivas de aquel “grande y admirable sacramento” de “aquel maravilloso comercio”. Todo lo que va de Navidad a Epifanía no es en la liturgia otra cosa que un engolfarse en el misterio.

Tenemos que comentar brevemente la solemne y grandiosa misa de la fiesta que litúrgicamente es de lo mejor que posee nuestro misal romano ¿No hemos clamado durante todo el Adviento con aquel fervoroso e impetuoso “ven, Señor”? “He aquí que viene”, se nos dice hoy. Y con la fe: en el Papa que entra en la iglesia de la cristiandad, en el obispo que hace su entrada en la catedral, en el párroco en su parroquia o cualquier sacerdote en su iglesia. recibimos nosotros la visita, la concreta epifanía del Señor para cada uno de nosotros. El salmo entero del Introito, cuyos versículos se cantan al avanzar el sacerdote hacia el altar, nos descubre todo el valor profético de la entrada del Señor en este mundo y en su Iglesia.

Como los Magos por la estrella, así nosotros somos conducidos por la fe hacia Dios. Pero la fe debe terminar en la visión de la magnificencia de Dios en su gloria. Es lo que pide la Colecta. La fe fue la primera aparición de Dios en nuestra alma; la fe es la estrella que nos hace hallar a Cristo en nuestra vida – como se lo hizo hallar a los Magos en la suya – y la fe es la que nos conducirá a su plena posesión en la gloria. He aquí la aparición de Cristo en toda su dimensión que nos hace implorar la Colecta.

Esta magnífica aparición de Dios a la humanidad había sido preparada desde todos los siglos y frecuentemente anunciada por los profetas del Antiguo Testamento. La epístola de hoy es una de las más bellas de estas profecías. Con frases de una fuerza y colorido incomparable, nos describe aquí Isaías la gloria y grandeza de la Jerusalén ideal, que espiritualmente se realizan en la Iglesia. La Iglesia ha considerado esta profecía como un himno a su gracia, a su riqueza y a su gloria. Y por eso durante la Edad Media se cantaba esta epístola con una adornada melodía y su canto era envuelto de un rico ceremonial. Si la epístola nos presenta la profecía, el evangelio nos relata su histórica realización.

Como lazo de unión entre las dos lecturas está el canto del gradual y del aleluya. El gradual de hoy es un eco de la epístola, recoge unas frases características de la misma y las medita cantando. El aleluya, en cambio, anticipa, preparándolo, el evangelio, subrayando la idea principal de la fiesta: aparición y adoración, o luz y dones, que es también lo que expresa en otra palabras el gradual.

En el evangelio de hoy se ve claramente el sentido que la Iglesia da a la lectura de la palabra de Dios en la misa. No se trata solamente de escuchar una historia, una doctrina o una exhortación de labios del Señor. Es decir, el evangelio en la misa no es una lección de exégesis, de dogma o de moral, sino una presencia del Señor, el cual, por el sacramental de su palabra, nos prepara al Sacramento de su cuerpo, donde todo lo leído cobra eficacia y una realidad sobrenatural en nuestras almas. “‘No digas – decía San Agustín – bienaventurados los que le vieron, oyeron, tocaron…, pues tú lo ves, lo oyes y tocas en su Evangelio”. La lectura del evangelio en la misa es una verdadera epifanía del Señor. Por eso la liturgia envuelve esta lectura con un ceremonial tan Solemne como si acompañara al mismo Señor: ministros, incienso, velas, beso y canto solemne.

Hoy no sólo escucharnos la historia de los Magos como sí fuera la de nuestra vocación, sino que con ellos y como ellos nos arrodillamos para adorar al Señor. Ellos le adoraron en el pesebre, envuelto en pañales, y nosotros le adoramos en el cielo reinando y cubierto de gloria. Y así damos pleno sentido a su adoración y a la nuestra. Con toda verdad podemos, por lo tanto, cantar en el Ofertorio que no sólo los reyes de Tarsis y de las islas, y los reyes de Arabia o de Saba presentan dones y ofrendas, sino que todos los reyes de la tierra le adoran y las gentes le sirven. Entre esta multitud cósmica, nuestra adoración cobra una proporción y un sentido insospechado.

El Señor apareció en nuestra carne mortal para transe inmortalizarla. Siempre que recibimos la Eucaristía somos restaurados “con la nueva luz de su inmortalidad”, como dice el Prefacio. Gracias a la misa, hoy tendrá una realidad sublime para cada uno de nosotros la Epifanía del Señor; aquí no sólo la celebramos y la meditamos. sino que la vivimos. ¡Qué significación tiene así la antífona de la Comunión: “Hemos visto su estrella en Oriente y venimos con dones a adorar al Señor”!

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