Domingo XVII de Tiempo Ordinario

Domingo de la multiplicación de los panes y los peces

¿Cuándo llegaremos a entender el valor infinito de la eucaristía? ¿Cuándo comprenderemos que, su belleza y su riqueza es Jesús mismo? Creemos que la misa puede ser más o menos entretenida (por los cantos, las palabras o la música) y no nos damos cuenta que es Cristo el corazón del Sacramento.

Cada vez que celebramos la eucaristía, el Señor, no es que multiplique el simple pan. Es que, en cada altar, se hace presente. Se multiplica Él mismo de una manera radical, amorosa y sacrificial: se entrega por nosotros para que, un día, podamos contemplar cara a cara el rostro del Dios vivo.

El milagro de los panes y de los peces era exponente de que el Mesías había llegado. Con ese acontecimiento, el milagro puntual, Jesús saciaba el hambre de aquella gente y, por otro lado, se presentaba como el esperado. ¿Qué pudo más en los agraciados? ¿El estómago o la fe? ¿El hambre del pan o el hambre de Dios?. La Iglesia no es una simple ONG que pone exclusivamente el acento en las necesidades o en sus propias fuerzas. La Iglesia bajo ningún concepto pretende ser aceptada como aquella que soluciona el pan nuestro de cada día sino como aquella que, en el nombre del Señor, lleva a cabo unitariamente las dos acciones: Dios y pan. La fuerza y el alimento de la caridad cristiana está precisamente en Aquel que es y simboliza el amor de Dios: Cristo.

Nunca como hoy, a pesar de la difícil coyuntura económica que padecemos, el ser humano ha estado tan saciado de todo. Y, nunca como hoy, vemos que el pan de lo sensual, el pan de lo material, el pan de lo efímero, el pan del vivir a todo tren o el pan de viajar, comer y beber… han dado al traste con la felicidad de muchas personas. Hoy, para que el hombre sea feliz, necesita ser seducido por algo más que con el pan engañoso y adulterado que le ofrece la sociedad. ¿Por qué no el Pan de Dios? ¿Por qué no su Palabra? ¿Lo intentamos?

Reflexión de J. Leoz.
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