Sobre la cabecera de mi cama hay un crucifijo muy grande. Desde hace unos días vengo notando que tiene flojo uno de los clavos y al fin me he dicho: De hoy no pasa. En efecto, ahora le tengo ya sobre la mesa camilla y, uno a uno, he ido desprendiendo los tres, y ya los guardo dentro de la mano.
La verdad es que nunca, Jesús, me he visto tan cerca de tu figura. Tan juntos estamos que se me ha ocurrido que el ventanal de tus manos son unas buenas lentes, las mejores, para ver y certificar la verdad del mundo.
Uno va a las culturas que dejaron alguna huella en la sensibilidad del mundo y se queda con cierta gracia que se desconcha por la fuerza de tu sentimiento. El Pensador de Rodín es un hombre recipiente que, incluso, ha de apuntalar con la mano en la barbilla su debilidad de criatura cerrada; El Discóbolo de Mirón está quieto en un puro narcisismo de los músculos; El Moisés de Miguel Ángel sí es ya un personaje que se sale, pero lo que se derrama es un duro centellear de Júpiter que truena.
Lo tuyo es otra cosa, aparte de que no eres una estatua, sino algo muy profundo, prolongado y hasta eternamente vivo. Alientas tan dado, tan hacia fuera, que te manifestaste desnudo, para no quedarte siquiera con una hilacha. Tus costillas están al viento; es más, tu pecho tiene un boquete de aire para dar salida al corazón y no se amortigüe la ternura cuando una cabeza busque apoyo.
Puestos a elegir…, a ver si hay una postura de amor más sincera que la de los brazos abiertos. Así, los dos en línea recta y con las palmas hacia delante se está en las estaciones de ferrocarril, cuando el hijo llega de la mili o cuando esperamos a la mujer que viene de operarse, y en el quicio de la puerta, al amanecer, adivinando el punto lejano que se acerca por el camino y adelantándole la prodigalidad de tu Padre. Tú, más atornillado por los clavos para marcar bien las perpendiculares. Miserable de mí que me apego a un mechero de butano, al lapicero de cuatro colores y los dos azucarillos del café, cuando Tú, de haber fumado, no hubieras podido disponer ni del cigarrillo de los condenados. Dime: ¿dónde tienes los bolsillos? ¿Con qué te abrigas si hace frío? ¿No te va a dar fiebre si hasta has despilfarrado toda la sangre? Tu palma agujerada, un símbolo.
Todo lo que pienso y todo lo que eres viene a resumirse en tu mano. Yo, ahora, te cojo con mucho mimo por la muñeca y ya no veo sino el tremendo hoyo que te han hecho. Es como una alcancía al revés, donde las monedas salen y andan fuera como Juan por su casa. Lo que quiere decir que el que se asome a tus heridas ha de contar ya con que eres un hombre sin blanca.
Como toda la riqueza se ha escanciado por ahí, tu llaga tiene un aire dulce y rumoroso de caño de fuente en el bosque, y es perfectamente redonda, como una hostia, como una ofrenda, como la sublime inmolación que realmente es, y tiene los bordes encendidamente rojos, como un signo triunfal, como la esperanza que late en el más bello amanecer.
Bueno, y ya puesto a mirar el mundo, ¿cómo he de decir lo que veo? Puede que sea lo de siempre, los mismos hombres y los mismos paisajes, pero en bonito, como cribado por una guía turística. Con todo, eso es lo de menos; lo importante es la varita mágica que ha transverberado el giro de las ideas y las relaciones de las criaturas. Se toma un hombre cualquiera, un harapiento, por ejemplo, y hasta en su ropa gastada hay un no sé qué de piedra filosofal, de filón de oro. Todos, todos, hasta los que piden limosna, son ricos, inmensamente millonarios. Además, aunque haga frío o calor, por dentro viven en primavera, como unos árboles repletos de frutos que ya pintan. Ni qué decir que es tu cosecha, esa siembra de Ti mismo que hiciste una tarde desde un repecho de Judea.
Luego viene este otro clima de domingo y de misa. Lo que se ve es un mundo como en vilo y, como lo estamos viendo desde una ventana redonda, se nota enseguida la verdad del ofertorio tuyo con los hombres, esa sensación de un cielo con peldaños por el que suben todos dándole el brazo a un hermano mayor. Señor, yo he visto en mi pueblo cuando arrancan los tocones de los olivos: tiran con furia, sin andarse con chiquitas; y diría que también he escuchado a la vez el gemido alucinante del suelo que se desgarra. Ser generosos cuesta, duele y hasta deja un vacío; pero este dolor es el martirio santo de todas las redenciones y ese hueco es la venturosa nostalgia y la succión que da cuenta de la inminencia de tu llegada.
Manirroto mío, loquito despilfarrador, yo quiero vivir también tu alergia a los bancos; ser lo mismo de dilapidador de corazón que Tú; parecido a esa criatura que se arranca las ilusiones y los deseos, los sube hasta lo alto para que el Padre los acepte sonriendo y luego deja que se derramen por las palmas para que se siembren y germinen bajo los pies de los hombres.
Beato Manuel Garrido, Lolo