Domingo de Ramos: quien no estrena no tiene manos y quien estrena se condena

Este dicho popular indica que la gente sencilla siempre consideró la fiesta del domingo de Ramos como un día alegre y, religiosamente, muy significativo. Es el primer día de la semana grande, de la Semana Santa, y en esta semana conmemoramos los cristianos la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, a quien nosotros consideramos como nuestro Salvador. En la entrada a Jerusalén, Jesús va a la cabeza. No se esconde. Hoy, su rostro es halagado por miles de palmas pero, en viernes santo, será abofeteado por la burla, la incomprensión o el escarnio. En ninguna de las dos situaciones, Jesús, se echó atrás. Sabía que, su misión, iba a ser probada por diversos contrastes: gloria y desdicha, triunfo y fracaso, júbilo y desnudez.

 

Con Cristo, en este domingo de ramos, iniciamos una impresionante peregrinación hacia el culmen de su misión. Vamos con Él y, además, lo hacemos siguiendo sus indicaciones. El Señor quiere celebrar la Pascua ¿por qué no vivirla, especialmente este año, como si fuera la primera vez? ¿Por qué no vivir intensamente cada gesto y cada oración, cada palabra y cada silencio que nos conducen hacia el rostro auténtico de Dios?

 

 

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En el inicio del Domingo de Ramos se encuentran los vítores y las aclamaciones, pero allá al fondo —sobre un montículo— Jesús divisa el horizonte donde, el próximo Viernes Santo, se alzará una cruz exponente del mucho amor que Dios nos tiene. Una cruz que, lejos de estar vacía, estará colmada por un cuerpo que, en esas horas, será olvidado, insultado, silenciado y traicionado.

 

Hoy, la alegría, hace que se sacudan palmas al viento. En la tarde de Viernes Santo, las voces enmudecerán por cobardía. La cruz se alzará en la más absoluta soledad (con la sola presencia de Juan y de María) y, como alabarderos, aun lado y otro, dos ladrones que —ante iguales ofertas— responderán de formas diferentes.

 

Hoy con esta manifestación pública de nuestro afecto a Jesucristo expresamos esa gran procesión que, como cristianos, estamos realizando a la Jerusalén celeste. ¿Servirán de algo nuestros ramos bendecidos? ¿Sonarán a sinceros nuestros cánticos jubilosos? ¡Por supuesto que sí! Frente al intento, por diversos estamentos, de coartar nuestra libertad religiosa; de planificarnos una sociedad sin más perspectiva que sus propias murallas… los cristianos sabemos que, una ciudad, nos aguarda al final de nuestra existencia: el cielo.

 

Jesús, si se aventuró a dar estos pasos finales que le llevaron a la muerte, es porque así lo creía: era paso previo y obligado para cumplir su misión; para introducirse en la Patria celeste y, para que junto con Él, también nosotros podamos participar de esa conquista. ¿Y aún hay quien se resiste a aclamar a Jesús como Señor y como Rey?

 

Que nuestras gargantas, en este soportal de la Semana Santa, entonen cánticos de alegría y de alabanza: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Porque necesitamos un poco de cielo, un poco de Dios, un poco de eternidad. Porque, entre otras cosas, necesitamos seguir a Jesús por ese camino que nos lleva derechos a la comunión con Dios Padre.

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