La limosna es una práctica que la Iglesia propone durante todo el año, especialmente en Cuaresma. Lejos de potenciar la mendicidad, enriquece a quien la da y auxilia a quien la recibe, sobre todo en tiempos de crisis. Porque limosna no es sólo dar dinero.
Que la crisis ha incrementado la pobreza y la mendicidad no es solo un dato económico: es una obviedad para quien ande por las calles de una ciudad y que tenga capacidad de mirar más allá de sí mismo. La invitación de la Iglesia a practicar la limosna es una llamada especial en este tiempo de Cuaresma.
Esta práctica, tan propia de los cristianos desde los primeros siglos, no escapa de críticas y suspicacias con que el mundo acoge la misión caritativa y evangelizadora de los católicos, jalean los tópicos: -Dar limosna perpetua la pobreza. -Solo lo haces para lavar la conciencia. -Das de lo que te sobra y eso no tiene mérito. -La limosna y la caridad minusvaloran al pobre, porque te sitúas en un plano superior a él. -No se puede dar a todos. -Muchos lo gastan en vino, etc.
Los tópicos, sin embargo, no resisten a la realidad «la limosna es un gesto con el que imitamos a Dios. Él, siendo rico, se hizo pobre, y no nos dió un talón bancario para asistir nuestras pobrezas, sino que se dió a Sí mismo para existir con nosotros y redimir nuestras pobrezas. Por eso, la limosna cruza la tradición cristiana, no desde la superioridad frente al pobre, sino como una entrega a él». La limosna no solo es dar dinero, es la donación de mí tiempo, de mis talentos y capacidades. No se trata solo de paliar la falta de pan, sino también de la pobreza de afecto, de cultura, de fe, o de contacto con Dios que sufren tantas personas.
Recordemos que siempre hay un pobre cercano, con rostro concreto, al que podemos ayudar. ¿Qué nos puede engañar? Claro, como cualquiera. Pero un cristiano no puede ni debe hacer pagar a justos por pecadores.